El beso

  • Ekos
  • Javier García Bejos

Estado de México /

Vivimos en una época en la que las mujeres han aprendido a establecer una serie de límites muy específicos respecto a la relación que ellas y sus cuerpos han mantenido durante siglos con los hombres. El feminismo actual, o para ser más preciso, los feminismos actuales, han irrumpido en la escena política y social de los últimos años con demandas muy diversas, pero en el centro de todas ellas la consigna que, en mi opinión, prevalece, es la del respeto a su condición de seres humanos, individuos y ciudadanas.

Nada más y nada menos.

Si bien es cierto que en algunos países occidentales los progresos en materia de equidad de género y de disminución de la violencia en contra de las mujeres son notables, también es verdad que en muchas latitudes persisten conductas, hábitos y dinámicas de relación entre hombres y mujeres en las que siguen predominando el machismo, la misoginia o la idea de superioridad masculina.

El pasado domingo, en la final de la Copa Mundial Femenina de la FIFA, ocurrió un penoso hecho que empañó la merecida victoria de la selección femenina de fútbol de España. Luis Rubiales, presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), le plantó un beso en la boca a la jugadora Jenni Hermosos “a manera de celebración”, una vez que concluyó la justa deportiva.

Lo que siguió a ese hecho ya es del dominio público. Las críticas contra el funcionario se dejaron venir como aluvión pero también las justificaciones, alegando que se trataba de un simple beso y “que no era para tanto”.

Al momento en el que escribo estas líneas Rubiales ha pasado de dimitir a su cargo a aferrarse a él, pese a toda las críticas negativas hacia su comportamiento. En ese sentido prefiero no adentrarme en el vericueto del alegato feminista porque me parece que no me corresponde.

Sobre lo que sí me gustaría reflexionar es sobre la noción del cuerpo y la propiedad de este y cómo en los últimos años el debate filosófico, político, social, sexual, afectivo y cultural al respecto ha modificado por completo la forma, al menos para algunos claro, en que concebimos nuestra corporeidad y la de otras y otros.

Durante siglos, el cuerpo femenino, por ejemplo, ha sido objeto de deseo, representación del mal en la tierra, moneda de cambio, incubadora, etcétera. Y durante siglos también, la decisión de qué hacer con ese cuerpo no ha sido del todo de quien lo posee, las mujeres. Guardando las debidas proporciones, el cuerpo masculino tampoco le ha pertenecido del todo a los hombres, ya que se han visto obligados a entregarlo a merced de guerras y labores riesgosas.

Por ello, no es cosa menor que en la actualidad el concepto de consentimiento, cuando se habla de la interacción de dos cuerpos, masculino y femenino pero también en sentido homólogo, se haya convertido en algunas sociedades en norma estricta de convivencia.

Somos producto de una cultura que nos negó durante mucho tiempo el derecho a nuestros cuerpos: o le pertenecía a Dios o a un hombre. Es fácil enunciarlo así sin más, pero esta herencia cultural milenaria ha tenido un impacto enorme en muchos de nuestros hábitos y conductas sociales, afectivas y sexuales. En la mayoría de los casos, distorsionando de maneras perversas nuestra corporeidad y la de otros y otras.

Haciéndonos sentir culpables de tener y sobre todo sentir nuestro cuerpo. Haciéndonos creer, paradójicamente, que tenemos derecho a poseer otros y orillando a nuestra especie a establecer una malsana relación con su cuerpo y con el de los demás. Nos ha tomado generaciones enteras poder aceptar nuestra corporeidad sin prejuicios y asumirla lejos de todo pensamiento mágico, irracional o de posesión.

Sin embargo, lo que sucedió el fin de semana pasado en Sidney, en la final de una competencia internacional de fútbol, nos muestra una lamentable fotografía de que todavía nos queda un largo trecho que recorrer como especie en nuestro proceso de evolución.

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