Esta semana el escritor argentino Martín Caparrós escribió para su columna en el diario español El País un brutal y esclarecedor análisis sobre la estrategia de seguridad de Nayib Bukele y sus consecuencias para América Latina, una región particularmente golpeada ya sea por el crimen organizado, las pandillas o distintos tipos de violencia, aderezado todo esto con enormes índices de exclusión y desigualdad social, un caldo de cultivo perfecto para que la criminalidad florezca.
El texto de Caparrós comienza con una frase fuertísima pero que debería servirnos como recordatorio de la barbarie que hemos padecido y que seguimos padeciendo, “No nos gusta saberlo, mucho menos decirlo: siempre hay un momento en que los pueblos aman a sus dictadores. O, dicho de otro modo: es muy difícil hacerse dictador si no has conseguido que una parte significativa de tu pueblo deposite en ti grandes expectativas”.
Si nuestra vulnerabilidad como ciudadanos de regímenes democráticos incapaces de resolver problemas de seguridad y violencia de larga data, se ve satisfecha cuando líderes de la estirpe de Bukele logran, por fin, ponerle un aparente alto a un problema que nos ha mantenido en la zozobra y la incertidumbre, qué más dan los métodos y las formas si al final del día nuestra paz y seguridad están un poco más garantizadas que antes.
El razonamiento es natural y perfectamente comprensible pero obvia las consecuencias a mediano y largo plazo de un sistema punitivo que ofrece soluciones fáciles para problemáticas complejas y que pasa por alto el debido proceso, los derechos humanos y todo orden constitucional e institucional en aras de ofrecer una paz y estabilidad -algo cuestionables- que la ciudadanía pagará con el costo de sus libertades más elementales.
Esta imagen del Estado todo poderoso, de mano dura que deja caer todo su peso sobre “el mal” es una idea que vende muy bien, sobre todo para sociedades que padecen violencia, pobreza y todo tipo de atropellos como resultado de décadas de gobiernos ineptos, corruptos e ineficaces y de un Estado incapaz de resolver sus necesidades más básicas, como la seguridad. Por ello, la tentación del uso de medidas y políticas excesivas que prometen atender los problemas más acuciantes de un pueblo es enorme, sin importar cuáles sean las consecuencias porque lo que importa es la inmediatez.
El caso de Nayib Bukele se suma al de muchos otros políticos autoritarios y de carácter fascistoide que han abundado en la historia política del siglo XX y del XXI y que tristemente parece que hemos olvidado. Los cada vez más alarmantes y constantes señalamientos sobre los abusos en las prácticas de “justicia” del presidente de El Salvador y su continúo desdén al orden democrático y a las instituciones de su país, deben ser una señal de alarma para el resto de los países de la región, puesto que su modelo de gobierno -con una aprobación popular que oscila entre el 80 y 90 %- empieza a levantar las simpatías de muchos líderes populistas.
El próximo año el país centroamericano acudirá a las urnas y Bukele pretende reelegirse pese a que la constitución de su país lo prohíbe. No hay espacio para suponer que esto será un impedimento para un político que ha sabido burlar con éxito cualquier ley y no obstante contar con el apoyo de sus ciudadanos. No es el primero en hacerlo y tampoco será el último. En una época en la que los populismos de cualquier espectro ideológico y las posiciones políticas extremas viven un importante auge, lo mínimo que puede hacer cualquiera que se asuma como demócrata es señalar frontalmente a liderazgos tan peligrosos como el del salvadoreño.
Lo que está en juego es nuestra libertad y las conquistas que como sociedad hemos alcanzado en los últimos 70 años, pero para poder ser conscientes de ello, es fundamental que no muera nuestra memoria histórica, porque cuando eso sucede figuras como la de Bukele encuentran la oportunidad y nuestro pasado ya nos ha dado múltiples ejemplos de a dónde nos puede conducir la voluntad de un solo hombre.