Es sorprendente nuestra capacidad para ignorar los grandes problemas que nos afectan hasta que nos explotan en la cara. Sea por ingenuidad, exceso de confianza, miedo o pura indolencia, preferimos mirar hacia otro lado antes que revisar cómo estamos, tanto individual como socialmente.
Sólo así me explico los comentarios de la gente en torno a las acusaciones de abuso sexual infantil que hizo Frida Sofía contra su abuelo, el famoso cantante Enrique Guzmán.
¿Por qué traigo a este espacio un tema que para muchos es sólo un chisme de farándula? Muy sencillo: porque me indigna que en un país que ha ocupado los primeros lugares en abuso sexual a menores y pornografía infantil en los últimos años sea tan fácil desacreditar este tipo de testimonios.
Al igual que para los medios de comunicación, para muchos es más fácil vituperar a una mujer cuya vida es tan ajena a la suya que reconocer que una situación como la que denuncia podría estar ocurriendo ahora mismo bajo su propio techo.
Las diversas dificultades para comprender con precisión la magnitud de este problema no le restan gravedad. Las pocas estadísticas disponibles, como las que consignó El Universal a finales de 2020 en su nota “México, el primer lugar de abuso sexual infantil”, dan cuenta de 5.4 millones de casos en promedio por año. Cuatro de cada 10 víctimas de delitos sexuales son menores de edad y mayormente son niñas, aunque los niños no están exentos. Una gran cantidad de esos abusos ocurren antes de los cinco años.
Si a esa edad los menores no andan caminando solos por la calle a altas horas de la noche, vestidos provocativamente y alcoholizados, “exponiéndose” a que un “loco” les haga algo, entonces, ¿quiénes son los violadores? En 30 por ciento de los casos sus padrastros, en otro 30 por ciento los abuelos y en 40 por ciento tíos, primos, hermanos o cuidadores.
Estos datos son perturbadores, pero cabe aclarar que la cifra negra es altísima. Según la citada nota, únicamente 100 de cada mil casos se denuncian, 10 van a juicio y sólo uno llega a condena.
Esto último no se debe únicamente a la ineficiencia de los órganos de justicia; estructuras familiares, sociales y económicas conforman el entramado que revictimiza y amordaza a los menores.
Al ser un evento tan traumático, las víctimas lo reprimen o ni siquiera lo entienden, pero en caso de poder expresarlo, muchas se enfrentarán con la incredulidad de su familia, el empeño en silenciarlas y encubrir al abusador con tal de no cargar con el estigma o el rechazo a denunciar debido a la desconfianza en las autoridades.
Agrava el cuadro la ineptitud de los medios. Sus tratamientos revictimizantes refuerzan el mensaje de que no vale la pena hablar.
Así, millones de niñas y niños guardan el secreto y arrastran múltiples secuelas a lo largo de su vida: “los efectos pueden ser tan generalizados que lo invaden todo: el sentido de la identidad, las relaciones íntimas, la sexualidad, la relación con los hijos, la vida laboral, la cordura”, detalla el sitio Mujeres para la salud.
Tengamos todo esto en mente antes de opinar, revisemos a nuestros menores para mantenerlos a salvo y garanticémosles espacios de confianza para que, en caso de ocurrir la tragedia, no vivan amordazados.