En conversaciones con amigas, amigos, colegas o familiares se asoman las referencias a mi relación con “eso del feminismo”. Lo dicen así, como si fuera un bicho que hay que manipular con pincitas so pena de resultar contagiados del mal mortal que porta.
Los comprendo porque alguna vez estuve en sus zapatos. Hace días me lo confirmó un breve texto que encontré entre mis papeles: una carta que le escribí en 2018 a la niña que fui, como parte del taller “La poesía no es un lujo. Audre Lorde y el poder de la palabra”.
“No temas a ninguna palabra, por compleja, incomprensible, incómoda, obscena o inapropiada que parezca. Mastícalas, pronúncialas, indágalas, vívelas. No te alejes de palabras como feminismo, por más aborrecibles o nauseabundas que parezcan para los demás”.
Dos meses antes había dado con el Círculo de Lectura Feminista y Laboratorio de Escritura que coordina Ruth Castro en su librería El Astillero. Con ayuda de mi terapeuta Suzanne, salía de la peor crisis personal que he vivido y fue ella quien me alentó a buscar la manera de cumplir mi anhelo de escribir.
En una feliz sincronía, me topé en Facebook la invitación al círculo. Llamaron mi atención los verbos que describían lo que ahí se hacía: leer, charlar, escribir, analizar, reflexionar, deconstruir, remover, acompañar. Era completamente distinto a cualquier taller o espacio que yo había procurado para escribir y sentí que era justo lo que necesitaba.
No imaginé que mi afán de escribir me llevaría a “eso del feminismo”. Leer a mujeres y temas feministas en compañía de otras me inspiró sobremanera, y me cuestioné por qué no me había permitido llegar antes.
Algo me había impedido entrarle de lleno al tema. En la universidad tuve acercamientos gracias a la doctora Rosario Varela. Entendía la inequidad, la discriminación y la violencia de género, concordaba con las demandas de las feministas, pero rechazaba autodenominarme así.
Había notado que la palabra sacaba ronchas; se usaba para denostar o ridiculizar incluso antes de que se popularizara el nefasto ‘feminazi’. Neologismo que, por cierto, utilizaría eventualmente conmigo un exjefe, sin importar las distancias que intenté guardar con el feminismo.
En 2013 abandoné un taller feminista de liderazgo con excusas que, ahora sé, disfrazaban el miedo a que se me desmoronara todo lo que creía. Una sesión bastó para removerme las certezas. Hui antes del derrumbe.
Dicen que cuando el alumno está preparado, aparece el maestro. Y “eso del feminismo” llegó a mí cuando estaba dispuesta a aprender.
Parece que estoy hablando de una secta, pero no. El feminismo no es una religión. Para mí es un camino y no un fin. Una lucha conformada por varias que se plantean la misma pregunta: ¿cómo construir un mundo justo? La búsqueda de la respuesta no admite dogmas.
La lección más importante que me ha dado el feminismo es que no hay nada que no pueda cuestionarse, desmontarse y reconstruirse. La tengo presente cada vez que leo un nuevo posicionamiento o polémica entre las corrientes que han surgido a partir de él o en contraposición. Porque, contrario a lo que se piensa, el feminismo no es homogéneo ni estático, ¿por qué habríamos de serlo nosotras?