Quien camina por la ciudad en el siglo XXI normalmente utiliza, para orientarse, los planos electrónicos de Google Maps. Una voz le va indicando por qué calle debe caminar, en qué esquina hay que dar vuelta, a la derecha o a la izquierda. Lo único que tiene que hacer el caminante de hoy para llegar a su destino es seguir puntualmente las instrucciones que le da la voz.
Hace unos días, en París, tenía que cruzar media ciudad para ir a la Place de la Contrescarpe, y decidí ignorar la hegemonía de Google y orientarme con un viejo plano de papel que conservo todavía (Paris pratique, edición 2005). Antes de salir estudié la ruta en el plano, es decir, salí con el camino medio memorizado y con una perspectiva muy clara del trecho que iba a recorrer. Al estudiar previamente el plano, al hacer ese esfuerzo de anticipación y de comprensión del espacio, la ruta se abre paso en la memoria y, una vez ejecutada, se queda ahí como las cosas bien aprendidas.
Al orientarnos con un plano de papel, aunque vayamos sacándolo del bolsillo cuando nos despistamos, somos nosotros los que vamos al mando de la caminata, en cambio con Google Maps es la máquina la que va al mando y nosotros sólo obedecemos lo que dice la voz y al final, como no hemos ejercitado la memoria, la ruta no queda fijada y se nos olvida. Y una curiosidad: en los planos de Google aparecen solamente ciertos negocios, que seguramente pagan por estar ahí, y no sería raro, pero esto es sólo una especulación, que las rutas estuvieran sesgadas para que el usuario, al pasar, repare en estos establecimientos.
Con el plano de papel, lejos de obedecer, despliegas tu autonomía y, además del ejercicio de la caminata ejercitas la memoria, recuerdas, anticipas, razonas, una serie de beneficios que te quita Google Maps a cambio de llevarte mansamente y con eficiencia a tu destino, y de quedarse con la huella electrónica de tu paseo, con esa colección de datos personales que, si hubieras usado un plano de papel, seguiría siendo sólo tuya.