Al final de su vida, cuando era una leyenda viva a la que, paradójicamente, nadie quería producirle una película, Orson Welles comía y socializaba, todos los días, en un restaurante francés de medio pelo, en Los Ángeles, llamado Ma Maison. La conversación de Welles era de tal calado que sus conocidos se acercaban a ver qué les decía, lo provocaban para que hablara, para que echara esos monólogos torrenciales, mientras devoraba unas ostras o una perdiz, en los que brillaba su sabiduría y su alta cultura, y también sus exageraciones y sus chismes despiadados.
Su amigo Henry Jaglom convivió con él en esa mesa, con gran intensidad, entre 1983 y 1985, los últimos años de la vida del mítico director. Jaglom, que también es director de cine, trataba de conseguirle trabajo al maestro, de animar a los productores de Hollywood para que invirtieran su dinero en alguna de esas locuras magistrales que se le ocurrían todo el tiempo. Jaglom fracasó, Hollywood no quería saber nada del volcánico Orson Welles, pero mientras fracasaba grabó, con el consentimiento de su amigo, las conversaciones, que eran casi monólogos, de mesa y sobremesa en Ma Maison. La única condición que puso fue que Jaglom escondiera el micrófono. Orson Welles murió el 10 de octubre de 1985 y Jaglom guardó las cintas en un cajón, y ahí permanecieron hasta bien entrado el siglo XXI, cuando el escritor Peter Biskind se puso a armar un libro con todo ese material, un libro delicioso que acaba de publicarse en español: Mis almuerzos con Orson Welles (Anagrama, 2015).
En una de las conversaciones, Jaglom le cuenta que Warren Beatty opina que la televisión ha cambiado la forma de ver el cine, porque al entrar en la sala se adquiere el compromiso de ver la película hasta el final, en cambio en la tele puede uno irse, o cambiar de canal, a media película. Orson Welles discrepa, y cuenta su experiencia en los años 30, “ibas dando un paseo y te metías en el cine, a cualquier hora. Era como entrar en un bar a tomar algo. Todos los cines estaban medio vacíos. Nunca preguntábamos a qué hora empezaba la película (….) y nos marchábamos en cuanto volvían a poner la parte donde habíamos entrado”. En otra conversación, en la que trata con Jaglom los detalles de una obra de Shakespeare (El rey Lear) que pretende rodar, hace una agudísima observación sobre los parlamentos que, irremediablemente, afecta cualquier lectura de Shakespeare que vaya a hacer usted en el futuro: “El escenario del Globe Theatre era enorme, la gente lo olvida. La distancia entre el fondo y el proscenio era tan grande, y como tenía que mover aquellos ejércitos, tuvo que escribir esos largos y aburridos discursos para dar tiempo a los actores a volver a salir. Casi podríamos escribirlos nosotros, son tan prosaicos…. Pero para una película no son necesarios”. En otra comida revela que el saludo fascista es un invento de Hollywood, concretamente del poderoso director Cecil B. DeMille, que hacía grandes producciones con una cantidad insólita de extras: “Tenía que dar algo que hacer a todos aquellos extras, a la masa. Mussolini lo copió de ahí. Y luego lo copió Hitler. Y, desde entonces, todo el mundo”. Más adelante lanza su teoría sobre los dictadores, “no ha existido en toda la historia un dictador alto”, y dicho esto, mientras se enfría un poco la sopa de cebolla que humea en su plato, presenta sus evidencias: Mussolini, Franco, Hitler, Tito, Stalin, “todos medían por debajo de la media”. Y luego, como remate, complementa su teoría: “Recuerda que todos los amantes de la melancolía son gigantes, no enanos. Los enanos tienen delirios de grandeza”. En otra comida pregunta: “¿Sabes quién era El Indio Fernández?”. Jaglom responde: “¿El hombre que posó desnudo para la estatuilla de los Oscar?” y Orson Welles: “Sí, y el único director mexicano que merece la pena” Y a partir de esta revelación técnicamente pornográfica, Welles cuenta que El Indio Fernández, harto de los críticos y de las sandeces que invariablemente decían sobre sus películas, organizó una sesión, antes del montaje definitivo, para que los críticos hicieran sus observaciones, cuando todavía no fuera demasiado tarde para remediar los defectos que le veían a su película. Mientras corta un pedazo de la porción de sesos a la mantequilla negra que está a punto de comerse, Orson Welles concluye su anécdota sobre el director mexicano: “De modo que El Indio Fernández les pasó la película a los críticos y les preguntó su opinión. Les gustó a todos menos a uno, que se levantó y dijo: ‘No es buena’. El Indio Fernández sacó una pistola y le pegó un tiro”.