Sí, todo empezó en 2006

  • Columna de Jorge Álvarez Máynez
  • Jorge Álvarez Máynez

Ciudad de México /
Protesta de trabajadores frente al Consejo de la Judicatura Federal. Rubén Mosso

La aprobación de la mal llamada reforma judicial ha sacudido a la República. Aunque sus consecuencias todavía no son parte de nuestra vida cotidiana, la forma en la que fue aprobada dejó un agrio sabor de boca.

No hubo apertura para modificaciones ni voluntad para escuchar a las voces de la academia, del propio Poder Judicial de la Federación y de las entidades federativas, que desarrollaron argumentos y propuestas.

Para alcanzar la mayoría calificada, se recurrió a la cooptación y coacción de legisladores. La extorsión, a través de expedientes judiciales, sirvió para forzar la ausencia de un senador y para consumar el último voto que necesitaban, recurriendo a uno de los personajes más siniestros y cuestionables de la política mexicana: Miguel Ángel Yunes.

Las flagrantes violaciones al procedimiento legislativo en las cámaras federales fueron complementadas con un desaseo aún más abominable en las Legislaturas de las entidades federativas. El grotesco caso de Oaxaca, en donde el PRI se sumó a la infamia, es el más oprobioso, pero el legado de ignominia radica en que su tiempo de aprobación fue incluso menor al de la deshonrosa reforma energética del sexenio anterior.

Esos son los parámetros de decadencia con los que el Presidente decidió cerrar su mandato: rompiendo récords de desaseo del peñanietismo y sumando a sus filas a uno de los villanos más identificables con aquel concepto de “mafia del poder” que tantos años proclamó.

La captura al Poder Judicial ha servido para que algunos impresentables de la política ,y de la no-política (empleados de los poderes fácticos), salgan de la cloaca a intentar reclamar una reivindicación histórica de lo que, sin lugar a dudas, es el comienzo de esta historia.

“¿Ya vieron que sí era un peligro para México?”, dicen quienes participaron en un episodio de ilegalidad del 2004 al 2006 promoviendo, primero, el desafuero del hoy Presidente y, después, una campaña mediática multimillonaria financiada ilegalmente en medios de comunicación. A ello se suma la “operación” ilegal el día de la elección por parte de 8 gobernadores del PRI de entonces (varios de ellos son hoy parte activa o pasiva del régimen de Morena).

Por eso vale la pena responderles: No. No tuvieron razón entonces y no la tienen hoy. Violentar las reglas democráticas fue lo que nos trajo aquí. Es el agravio histórico sobre el cual el Presidente construyó un discurso de ruptura democrática que en el imaginario colectivo estaba justificado.

No es casualidad que la más reciente edición del Latinobarómetro registre el más bajo apoyo a la democracia del que México tenga memoria. Y tampoco es casualidad que el talante autoritario registre porcentajes más altos entre quienes desaprueban al Presidente y a su partido, como ha documentado recientemente la analista Viri Ríos.

La obsesión de los poderes fácticos con frenar a cualquier costo a López Obrador “haiga sido como haiga sido” resultó, precisamente, en un desprecio colectivo al pacto de convivencia democrática forjado entre 1997 y 2006.

El desprecio del presidente López Obrador por el INE, el Tribunal Electoral y la Suprema Corte de Justicia de la Nación, lo llevó a la conclusión de que era más fácil capturarlos que transformarlos. Y entendió que la oligarquía no se le iba a oponer, mientras sus ganancias siguieran creciendo como lo hicieron durante todo el sexenio.

Si a lo anterior le sumamos que un componente fundamental de la autocracia constitucional es la militarización de la vida pública nacional, iniciada justamente por quienes hoy reivindican que “tenían razón” en 2006, confirmaremos la farsante actitud de quienes hoy lanzan la piedra para evadir su corresponsabilidad del momento actual de la República.

Por eso, la venganza, la trampa y el cinismo no pueden ser el antídoto frente a este nuevo régimen de talante autoritario que se pretende instaurar en México.

La clave está, justamente, en representar lo que se les extravió en un camino en el que no dejaron trozos, sino peñascos de dignidad: una alternativa decente, sensata, dialogante, abierta y civilizada para edificar una patria de la que todos seamos parte: el México Nuevo, la república de la inclusión.


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