La verdadera historia de Don Quijote y Sancho

  • Los inmortales del momento
  • José de la Colina

Ciudad de México /

Bien, señores —dijo el erudito Mostaza en la cultísima tertulia de la cafetería Mister Q, en Argamasilla de Alba—, no diré que el libro ese de Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, carezca de méritos, entre otros el haber dado fama e inmortalidad a nuestros coterráneos don Alonso Quijano y don Sancho Panza. Pero a tal libro no se le puede tener por la veraz historia de los ilustres manchegos, puesto que el mismo Cervantes, tal como el demente hidalgo de su historia, era muy dado a leer obras de ficción: los llamados libros de caballería. Pienso que cuando, pasando noches de claro en claro y días de turbio en turbio, transcribía la crónica del tal Cide Hamete Benengeli, a veces sufría ¿o gozaba? De alucinaciones. Así resultó que la obra vino a ser un libro de caballerías más, con todas sus delirantes e hilarantes aventuras dizque ocurridas en estas tierras de La Mancha, donde la realidad suele ser poco novelesca. Y con tal sospecha, yo, empeñoso historiador de los pueblos manchegos, he estudiado viejos papeles y pergaminos y he logrado reconstruir la historia de don Alonso y don Sancho. Os la diré si queréis escucharla, y quizá ese pintorazo catalán, Salvador Dalí, la considere digna de ponerla en estampas. Y va la historia tal cual, sin aureola de mito:

Cuando el viejo actor Alonso Quijano, después de haber representado en todos los tablados de toda España los nobles papeles del repertorio clásico, se retiró a su aldea natal para vivir en el ocio y la remembranza de los aplaudidos días, he aquí que un labriego del lugar, Sancho Panza, aficionado al teatro, lo visitaba y se embelesaba oyéndole sus triunfos escénicos. Así, de charla en charla y de vaso de vino en vaso de vino, ocurrió que una tarde Panza le propuso a don Alonso que retornara a su arte y se fuesen los dos en sociedad por los caminos para dar funciones en los teatros y corrales de comedia de los pueblos de La Mancha, de toda Castilla y de España toda, de modo que, poco a poco, juntándoseles otros actores aficionados o profesionales, formasen una compañía teatral itinerante.

La Compañía Trebisonda quedó compuesta en el comienzo, pero luego para siempre, con solo sus dos fundadores, más un destartalado caballo que montaba don Alonso y un robusto asno en que iban Sancho y los bártulos escénicos. Recorrieron así la horizontal y ancha Castilla dando funciones en las ventas, en los mesones, en las posadas, en las plazas, en los patios y corrales y, alguna vez, en un palacio ducal. Pronto abandonaron el repertorio clásico porque no gustaba y ni siquiera interesaba al público popular, e iban de función en función improvisando una cambiante comedia en la cual Quijano interpretaba al legendario y sublime caballero Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza ponía en pie a su rústico escudero, hombre de aspiraciones más terrenales, pues, decía, no se hizo la miel para el hocico del asno.

Pero sucedía que Quijano, ya muy viejo y por tanto de mal barajada memoria, trastocaba los monólogos y los diálogos insertándoles olvidos y errores, y, para disimularlos, extremaba los efectos truculentos hasta llevarlos a la parodia involuntaria, mientras que Sancho, que al principio había querido actuar su papel en registro serio y hasta azañoso, fue descubriéndose una vena cómica y metía refranes de la sabiduría popular y esos gags improvisados que la jerga teatral llama morcillas. Así lograban que tanto los dramas como las comedias regocijaran al bajo pueblo y, en inolvidable ocasión, divirtieran a unos duque y duquesa esnobs.

Al acabar la representación, Sancho pasaba el sombrero y colectaba las monedas, los panes, los chorizos, los quesos y, en ocasión inolvidable, hasta un pollo asado y un pellejo de vino en pago de la función que dieron en las nupcias del rico Camacho.

Así, Sancho llegó a ser premiado con la auténtica gubernatura de una ínsula, mientras don Alonso se esfumaba como persona y finalmente incurría en el delirio de ser ese personaje de caballero tan alucinado y disparatado: Don Quijote de la Mancha, pues.

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