Cuando hace unos años la UKTV —es decir, la televisión de Inglaterra y alrededores— encuestó a la opinión pública acerca de si creía que habían existido algunos grandes y famosos personajes ingleses, resultó que, según un conjunto de 47 por ciento de los encuestados, no existieron realmente ni el rey Ricardo I, Corazón de León, ni el primer ministro Winston Churchill, líder político y genio de la guerra. Ambos personajazos no habrían realmente hecho sus hazañas militares y/o políticas en la Historia y solo habrían sido producto de la imaginación colectiva como seres abstractos, figuras soñables e inventadas para motivar leyendas, novelas, series del cine y la televisión.
En cambio, ¿o en contra?, un 58 por ciento de los mismos encuestados admitió implícitamente saber que el célebre detective amateur Sherlock Holmes, a quien creíamos invención de un tal novelista llamado Conan Doyle, sí existió y vivió en el número 221 de Baker Street, Londres, donde fumaba meditadoras pipas, se inyectaba morfina, tocaba pésimamente el violín (¡un Stradivarius, nada menos!), realizaba la ceremonia muy británica del breakfast con el también muy carnalmente real doctor Watson, y, en fin, practicando el mero estudio de pequeños detalles coincidentes, aplicando la sola deducción racional (que hoy nos parece un tanto delirante) y usando una vasta guardarropía de disfraces, resolvía innumerables casos criminales que ritualmente finalizaba con un dicho escueto aunque jactancioso:
“¡Elemental, querido Watson!”.
Ese asombroso resultado de la encuesta televisiva de la UKTV demostraría que para una gran parte de la humanidad las criaturas que creíamos meramente engendradas por la imaginación, las novelas, y las charlas en los pubs o los cafés, habrían sido personas realmente existentes, de carne y hueso “y un pedazo de pescuezo” (como decíamos los escolares de antes). Así, por tomar un ejemplo de nuestro mundo cultural, cualquier día de estos una encuesta de algún canal de la televisión española o de la televisión mexicana nos informará que, según cierto porcentaje de españoles y mexicanos sometidos a encuesta cultural, ni el soldado y literato don Miguel de Cervantes Saavedra, mal apodado El Manco de Lepanto, ni el escritor y fotógrafo jalisciense Juan Pérez Rulfo, tuvieron otra vida que la meramente imaginaria, y en cambio el hidalgo manchego don Quijote de la Mancha y su acompañante, el campesino y escudero Sancho Panza, corrieron aventuras reales en una Castilla concreta y precisa, o bien que el cacique rural Pedro Páramo y su amada Susana San Juan sí ejercieron dictadura y pasiones en una Comala secundaria, aunque verdadera, de la concreta geografía de México.
Volviendo al caso del gentleman pensante, el tal Sherlock Holmes, esperemos que un día aparezca su biografía definitiva, tal como la habría escrito su compañero en andanzas investigadoras: el doctor Watson, y que ese libro corrija las inexactitudes y fabulaciones del folletinista y espiritista Conan Doyle, quien quizá no gozó o sufrió de existencia corporal y sería solo una invención del club de los Baker Street Irregulars o de cualquiera de las otras instituciones todavía hoy dedicadas a cultivar la memoria del detective número uno de todos los tiempos: la Sherlock Holmes Society of London, la Sherlock Holmes Society of Dublin, la Sherlock Holmes Foundation of Edimburgh, la Societé Sherlock Holmes de la Fondation des Quincailliers de la France, el Club Bogotano de Amigos, Escoliastas y Fans de Sherlock Holmes, la Doctor Watson´s Foundation de Estados Unidos, etcétera.
Aceptemos, pues, la vox pópuli británica sobre el caso, y, remitiéndonos a lo que decía un analfabeto si bien sabio campesino gallego: Xa sei que non hi que crer nas meigas, mais habelas, hai-nas (“Ya sé que no hay que creer en las brujas, pero ¡de que las hay, las hay!”), parafraseemos de acuerdo con el caso:
Ya sabemos que no hay que creer en la realidad de personajes inventados por un escritor (¡y espiritista, por si algo faltara!), pero de que Sherlock Holmes y el doctor Watson existieron, ¡vaya que existieron!... y la prueba es la foto en que, estudiando un esqueleto por ver si es víctima o culpable, están los dos disfrazados de Batsil Rathbone y Nigel Bruce… y no al revés, como creen los ignorantes.