Estamos a menos de tres meses -escasos ochenta y cinco días- de que se termine el sexenio (reducido al 30 de septiembre por cuestiones de acortar tiempos poselectorales) y queda claro que la realidad muchas veces puede ser discordante de la voluntad del gobernante.
El presidente Andrés Manuel López Obrador tuvo siempre la intención de mejorar el sistema de salud que los trabajadores y clases bajas reciben como parte de los servicios sociales que el Estado (supuestamente de bienestar) procuró desde las épocas priistas, pasando por las panistas, hasta llegar hoy a las morenistas; y que siempre tuvo como encargo fundamental procurar la atención médica de los más necesitados.
Pero el camino ha sido tortuoso y complicado. El sistema de salud estaba hecho añicos gracias a la desatención de los gobiernos neoliberales en el rubro de salud. Y los factores en contra se multiplicaron. La población creció. En número, debido a que más mexicanos nacieron y demandaron estos servicios. En edad, dado que el envejecimiento de la generación posterior a la segunda guerra mundial y luego la llegada de los “baby boomers” hizo que los requerimientos de atención médica fueran ampliándose.
La federalización del sector convirtió a la Secretaría de Salud en un elefante blanco. Únicamente es normativa y resolutiva sobre aspectos limitados. El grueso de la atención descansa en las entidades federativas que reciben recursos para ello, pero que no son suficientes para atender a toda la población abierta. Los grandes organismos Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) e Instituto de Seguridad y Servicios Sociales del Estado (ISSSTE) fueron violentados por la estrategia financiera neoliberal, al grado de no poder ejercer sus presupuestos libremente, sino solo en lo que la Secretaría de Hacienda y Crédito Público les fijaba arbitrariamente.
El resultado: ningún gran hospital de alta especialidad se ha construido en México desde hace cuarenta y cinco años. Igualmente, ningún hospital de segundo nivel de atención. Muy pocas clínicas de atención familiar fueron abiertas. Y con el agravante de que formaban parte de asociaciones público-privadas con el gobierno o de plano eran rentadas por este. Un vil negocio con la necesaria y urgente atención en medicina y salud que demandaba la sociedad mexicana.
En cambio, y por ejemplo, el IMSS tuvo equipos de futbol (el Atlante y otros) a finales de los setentas y principios de los ochentas. Centros vacacionales, aviones para sus directivos, y gasto a manos llenas en diversos rubros. Cuanta falta hacen ahora estos cuantiosos recursos dilapidados para invertir en la modernización de los centros hospitalarios, donde ni siquiera los elevadores sirven. El ISSSTE por su parte fue botín de diversas administraciones que concesionaron (subrogaron) la atención a sus derechohabientes, y que se llevaron la tajada del león.
El resultado es conocido por todos: la pandemia comprobó con precisión que no estábamos preparados para un reto sanitario de semejante envergadura. Y que la atención medica era deficiente e insuficiente. Escasearon las medicinas e insumos en el sector público de la salud por diversos motivos (entre ellos los cambios en la forma de licitar las grandes compras consolidadas).
Frente a semejante panorama de años de descuido del sector, más la pandemia, la arriesgada promesa presidencial de convertirnos en lo que es Dinamarca en este rubro fue, por decir lo menos, atrevida. Esta nación cuenta con una población muy cercana a los seis millones de habitantes. México por su parte tiene pasados los ciento veintiséis millones de personas. La diferencia es abismal. Más de veinte veces la población danesa. Y el presidente asumió el reto.
Para resolver lo más rápidamente posible estas graves deficiencias, se tomaron medidas, pero las soluciones que López Obrador autorizó no tuvieron los mejores planificadores ni los más diestros operadores. El resultado: intentos que han pasado por improvisaciones, fracasos sonados, erogaciones de presupuesto público mayúsculas sin beneficio alguno, y con la población objetivo para atender igual o peor que antes. En estos seis años hemos pasado por la desaparición del seguro popular, el INSABI y ahora llegamos al IMSS- Bienestar. Igualmente, la adquisición consolidada de medicinas, con compras internacionales, y la mega farmacia distribuidora fueron parte del plan.
Pero aún falta mucho, muchísimo por hacer. Las buenas intenciones presidenciales de llevarnos a ser como Dinamarca en los servicios de salud se han esfumado. El sexenio se extingue y quedamos como el chinito, pero ahora con tintes nórdicos: nomás “milando” hacia tierra de vikingos.