Hace algunos días, a invitación de Federico Rivas, asistí a una reunión informal con un grupo de colegas, con quienes he compartido la carrera policial desde hace al menos dos décadas.
La mayoría de nosotros anda entre los 40 y los 60 años; cruzamos saludos cordiales, algunas opiniones y recientes experiencias, ya sin el uniforme azul, pero el saludo y la charla que inició cordial, cambió rápidamente de semblante cuando el ingeniero Rivas y yo, quienes éramos los más motivados y entusiastas, nos dimos cuenta de que muchos de nuestros colegas, parecía ser, ya no compartían la misma nostalgia por ese color y por la vocación de proteger y servir.
Algunos de nuestros compañeros se fueron de lleno a la catarsis con diversos comentarios en cascada, que más bien parecían una cadencia de metralla; a saber: “Le dediqué los mejores años de mi vida al país y desatendí a mi familia por servir a quienes nunca les importé”; “Puse mi vida en riesgo muchas veces, con altas posibilidades de perderla o de quedar incapacitado”; “A mí me distrajo tanto mi honesta labor policial, que nunca vi por el futuro ni por mi retiro”; “Hoy, a pesar de los buenos resultados, terminé mi gestión apestado por haber colaborado en una administración que cambió con las elecciones a un partido diferente e inmerecidamente nadie me da ni un saludo… menos un agradecimiento”; “A mí me sucedió lo mismo; pero si estas condiciones no fueran terribles, el índice delictivo actual donde trabajé ha crecido tanto que mi labor y empeño durante años no valieron nada la pena, ya que las cosas están peores”; “Realmente da lo mismo que me haya o no esforzado tantos años por esa gente.”
La reunión se volvió tensa, llena de catarsis, dolor, frustración y de enorme tristeza. No tardé mucho en retirarme, me despedí de ellos con profundo pesar y a la vez con empatía y agradecimiento por haber escuchado en el colectivo tan sentidas reflexiones.
Federico se retiró conmigo y, gentilmente, me acompañó a la puerta. Entonces me pregunto: “¿Y si tienen razón?” Ambos guardamos un pesado silencio.
Es importante mencionar que, con base en las cifras de la ONG Causa en Común, en lo que va de la presente administración mil 127 policías han caído en el cumplimiento del deber.
Durante este frío silencio, vino a mi mente la crudeza del artículo “Morir por la Patria” de José Antonio Polo Oteyza, en el que menciona que en lo que va del año, van al menos 112 policías asesinados en el país; mi mente recordaba lo impactante y frío de sus párrafos: “Para estas masacres no hay tratamiento especial y se activa la batería acostumbrada: pésames oficiales, anuncios de investigaciones, oferta de resultados. Es un ritual con solemnidad impostada, coreografías de la decrepitud institucional, de la irresponsabilidad institucionalizada, reflejo de una sociedad que poco tiene de ciudadanía, que no espera consecuencias para los asesinos... y todo junto, el atrevimiento, la cantidad de muertos y que fueran policías no alcanza para un escándalo. Policías atrapados entre criminales deshumanizados, producto de comunidades rotas, y políticos chiquitos que nunca meterían el cuerpo por una obligación y menos aún por una causa”.
Federico interrumpió mi recuerdo y rompió el silencio, integrándome nuevamente a su charla: “Mi agenda de contactos está llena de compañeros policías e integrantes del aparato de seguridad del país de muchos estados y municipios; hombres y mujeres que dieron su juventud y entusiasmo para proteger y servir, sin miedo a nada, dándolo todo por servir y proteger”.
Asentí con la cabeza. Estoy seguro que a ambos nos dolió ver a muchos de nuestros compañeros en el olvido de sus instituciones y anteriores mandos a quienes sirvieron con lealtad y entrega.
Nuestros colegas reclamaban “la inexistencia de un servicio civil de carrera que velara por ellos”, “de un sistema de pensiones que no existe para los integrantes de los cuerpos de seguridad pública del país, de los estados y los municipios” y “de los constantes bandazos en la política de seguridad pública municipal, estatal y federal con cada cambio de administración”.
Estoy seguro de que a ambos nos dio tristeza ver a nuestros compañeros envueltos en ese profundo lamento, que seguramente refleja el de miles de policías, mujeres y hombres muy capacitados que han quedado olvidados, despedidos y abandonados a su suerte. Para ese momento, de nuevo vino a mi mente el texto ya citado: “El país no merece a nadie que esté dispuesto a jugarse la vida para proteger y servir a la comunidad, como reza el mantra policial, y nadie que esté dispuesto a jugarse la vida por los demás merece esta historia de cinismo y de ingratitud”.
Sabemos que la profesión policial es de las más peligrosas e ingratas de México, no así en el mundo; ya teníamos idea a qué nos enfrentábamos cuando decidimos formar parte de esta profesión. Tratando de aliviar la tensión, Federico comentó que “la vocación de servicio es una plantita, que a veces necesita unas gotas de agua y atención para obtener de ella todo el beneficio que la sociedad urgentemente requiere”.
Las nuevas generaciones de policías, pero fundamentalmente de la sociedad civil, conocen a los policías veteranos y saben del oficio de ser policía. Se ven en nosotros y en nosotros proyectan sus expectativas a futuro.
La policía es el servidor público más cercano a la gente. Si ven en sus policías olvido, pobreza, marginación y frustración, tomarán atajos y alternativas diferentes. Al menos no desearán ser policías.
Agradecí a Federico la invitación, nos despedimos y tomamos cada uno su camino. “El campo de batalla es una escena de caos constante. El ganador será quien controle ese caos, tanto el suyo como el de los enemigos”, dijo Napoleón Bonaparte.
José Luis Pliego Corona*
@PliegoLuis
* Profesor-investigador especialista en seguridad nacional. Ex director de la Policía Cibernética y de la SSP Coahuila.