Su equipo perdía dos goles por uno, el resultado parcial le eliminaba de la lucha por el campeonato y al medio tiempo el panorama era desolador: Cristiano Ronaldo se marchaba al vestuario enfadado, clavando la mirada al suelo y reprochándose algunos fallos.
No fue esa clase de pose exhibicionista para complacer a la galería que abarrotó el estadio, Cristiano, en efecto, iba muy encabronado. Para un jugador que lo ha ganado todo, que llega en Rolls Royce al entrenamiento, que nunca mira su cuenta de banco y que juega en una Liga perdida en el horizonte, esta rebeldía ante la derrota no es habitual. Pero se trata de un deportista con una naturaleza competitiva fuera de lo común.
Al segundo tiempo, el Al-Nassr marcó dos goles, el último de ellos un golazo de raza pura que nos hizo recordar al mejor Cristiano posible definiendo el partido. Cuando un futbolista de estas características acepta una oferta multimillonaria para retirarse en un campeonato sin exigencias, juzgamos a la ligera su decisión y olvidamos con frecuencia que este tipo de jugadores lo último que pierden es el prestigio.
Mirar a Cristiano echarse ese equipo al hombro, por más desconocido, lejano o pequeño que sea, sigue siendo un espectáculo. De alguna manera, el esfuerzo que hace por mantener su figura intachable sin importar el lugar donde se encuentre, forma parte de una carrera ejemplar hasta el final. La historia siempre tiene dos caras: algunos dirán que en sus últimos días Cristiano se dedicó a “robar” en Arabia; frase típica y vulgar muy utilizada en el mundo del futbol, y otros diremos que lo vimos jugar, ganar y luchar hasta en el desierto.
Elegir cómo, cuándo y dónde retirarse es un privilegio: Cristiano eligió retirarse compitiendo contra sí mismo. Alguien le pagó millones para exhibirlo como artículo de colección, pero él decidió coleccionar al Al-Nassr como otro gran reto en su carrera.