En cuarentena, el deporte mundial tiene la oportunidad para responder en el corto plazo a una pregunta que debió plantearse hace algunos años: ¿cuál será su viejo papel en el nuevo mundo? Como no había sucedido nunca, la pandemia arrinconó cada espacio, tiempo y movimiento, que ídolos y equipos ocupaban en nuestras vidas. De un día para otro los deportes fueron colocados en el cajón de las cosas secundarias: hay mucho de qué preocuparse como para pensar en ellos, sin embargo, se extrañan. Sin importar la perspectiva que cada uno de nosotros les demos, los deportes y sus deportistas han sido fieles acompañantes de sus aficionados.
Antes que otra cosa, son un desahogo, un lugar para olvidar, un salida para escapar, una imagen que admirar, un momento para compartir, un pretexto para hablar y un motivo de reunión. Por encima de su propio negocio, los deportes son todas esas razones que los volvieron parte de una familia.
Su verdadera grandeza ha estado en la vida diaria: ese estado de las cosas que se ha derrumbado en las últimas semanas. De esa rutina que nos acosaba como civiles, los deportes nos salvaban como aficionados; era un buen trato. Llena de complicidad, la estrecha relación que hemos mantenido con ellos los convirtió en un territorio común para millones de personas.
Aunque muchos lo consideren banal, el deporte ha sido uno de los principales adhesivos sociales del planeta. Su ausencia influye en el ánimo de sus seguidores que, desde el cautiverio al que nos ha sometido el virus, los miramos de lejos como si hubieran existido en épocas pasadas: hay días en los que Nadal y Messi me parecen atletas antiguos, de otro siglo.
Cuando esto termine el deporte tendrá que reconfigurarse. De la misma forma que cada uno de nosotros enfrentará un profundo impacto en nuestra escala de valores, las organizaciones deportivas y los deportistas encontrarán la raíz de la suya.