Presidir una organización deportiva exige un estándar moral que protege al deporte de sí mismo.
Un charlatán, un sinvergüenza o un personaje de dudosa calidad, queda inhabilitado por la propia naturaleza deportiva para ocupar un cargo de representatividad que demanda un alto nivel diplomático, un inapelable compromiso con la juventud, una trayectoria intachable, un don de gente inigualable y cierta pericia, más que colmillo, para negociar, convencer, tratar y desarrollar objetivos comerciales, pero sobretodo sociales.
En resumen: para encabezar el COI, la FIFA, la FIA, la OMB, la FINA, la IAAF o cualquier institución como éstas, se requiere ser sujeto de honorabilidad, honradez y conocimientos.
Encabezar un organismo deportivo significa, precisamente, ser la cabeza del deporte en un país, un continente o en el mundo entero.
La exhibición, el alcance y la influencia que adquieren las personas que ocupan estos cargos, los colocan a la altura de grandes líderes mundiales, que, sin tener el poder para determinar el futuro de una nación, sí tienen la capacidad y obligación de promover y proponer políticas que ofrezcan desarrollo. La universalidad del deporte se mantiene gracias a su ejemplaridad.
En las últimas horas el presidente de la Federación Española de Futbol, que por si fuera poco luce ante el mundo la denominación de “Real Federación”, ha salpicado a su organismo, deportistas y aficionados con un bochornoso escándalo que le excluyen definitivamente del nivel de respetabilidad que su investidura exige.
Luis Rubiales, convertido en el bufón irrespetuoso de una fiesta que solo pertenecía a las jugadoras, tiró a la basura todo trabajo administrativo, comercial o deportivo bien hecho que en su gestión haya logrado.
Ahora el dilema no es quitarlo, que debe hacerse, sino responder la pregunta: ¿Cómo llegan personajes como éste a encabezar instituciones deportivas como ésta?