No quiero tachas, quiero perico

Ciudad de México /

Los políticos aprenderían mucho sobre aquellos que pretenden regentear, es decir, gobernar, si se subieran de vez en cuando en el transporte público. Pero de incógnito, sin reporteros y sin guaruras. Si es que tienen miedo, podrían llevar sus chalecos blindados, podrían ir acompañados por alguno de sus asesores. Uno de esos genios que los acompañan a donde quiera y les dan sabios consejos, como aquel que le recomendó a la señora Gálvez que el discurso machín prende entre los votantes.

Creo que el único que se subió una vez en una Combi fue Ricardo Anaya y parece ser que nunca se repuso del trauma que dicho viaje le causó. Yo me he referido a dicho transporte en otras ocasiones, porque los conozco muy bien y creo que constituyen pequeños laboratorios sociales.

En uno de esos vehículos, el político participante en el experimento social que aquí proponemos y que viajaría de incógnito, podría percatarse de las preocupaciones reales del vulgo, o pueblo llano. Esos vehículos diminutos que viajan en horas pico a velocidades para las que no fueron diseñados, atiborrados de pasajeros, son perfectas trampas mortales. El esquema de contratación que tienen los conductores los obliga a castigarse a sí mismos y a los armatostes que conducen y eso los vuelve temerarios. Todos los días nos enteramos de alguna catástrofe, ya sea un accidente, un atraco, un linchamiento, el asesinato de algún pasajero que quiso jugarle al héroe.

Jóvenes conduciendo vehículos destartalados; jóvenes agrediendo a otros jóvenes para despojarlos de sus escasas pertenencias; jóvenes siendo explotados por algún cacique del transporte o por un permisionario ya no tan joven. Jóvenes martirizando a los pasajeros con su equipo de sonido, que escupe con violenta estridencia los gritos de un pobre diablo, un lírico de ocasión cuyas neuronas sólo atinaron a producir el glorioso estribillo de “no quiero tachas; quiero perico”. Eso es tortura y no jaladas. Exaltando un mundo de violencia exacerbada y negándolo flagrantemente con el honrado oficio de chafirete. Porque no digo que sean malos, simplemente viven imbuidos en una realidad apabullante que, si no estás alerta, te tragará con todo y zapatos.

¿Cuándo sería la última vez que se subió en uno de estos vehículos infernales la ciudadana Lyzbeth Robles Gutiérrez, flamante secretaria de Movilidad y Transporte en nuestro estado? Yo creo que tiene mucho, demasiado, tiempo. Quizá a ella sus ocupaciones no se lo permiten, pero podría enviar a uno de sus eficientes alternos a que se den una vuelta por Tepeji del Río. Le aseguro que disfrutará el viaje en demasía.

He visto más de un opinólogo defendiendo el derecho que estos jóvenes tienen de escuchar estas joyitas musicales y no he visto uno solo que defienda el derecho que los pasajeros tenemos a un viaje placentero, no de éxtasis, no de cocaína, sólo un viaje de un punto a otro, en la pequeña urbe en la que habitamos.


  • Juan Casas Ávila
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