Otra vez la UAEH

Ciudad de México /

Esta película ya la vimos un chingo de veces, con distintos escenarios y con otros actores, pero ya la vimos. Me niego a creer que las mafias y los cacicazgos que las alimentan y reproducen sean un asunto cultural en nuestro país. En la patria de don Porfirio, a quien algunos le comienzan a mirar dotes de estadista; en el lastimado terruño de don Plutarco, hablar de caciques y es entrar en el terreno de lo inevitable. La película a la que me refiero se repite una y otra vez, cada vez que aquellos que creen que son dueños, usufructuarios, de las diversas instituciones que componen la nación.

No importa de qué clase de institución se trate, si es una instancia pública es casi seguro que esté siendo gobernada y administrada por un grupito de miembros, por una camarilla de amigotes casi siempre controlada por un cacique (o cacica). El léxico de esos caciques es el mismo que utilizaría cualquier ciudadano liberal y demócrata. Cualquier persona con principios. Quizá lo primero que traiciona el sátrapa sea el propio idioma.

Es común que el hombre fuerte y sus amigos realicen procesos electivos, generalmente amañados, manipulados para que el control ejercido por el grupo que lo detenta y administra no pierda ese dominio férreo (casi siempre olvidando la clara división entre lo que es público y lo que es privado). Incluso cosas tan nobles como la autonomía universitaria son manipuladas y vejadas para que beneficien al cacique en turno y sus testaferros. Estos mismos caciques siempre tienen una excelente relación con los que son más poderosos que él, hubo un tiempo en el que el único capaz de remover a uno de esos sátrapas era el presidente. Recientemente hemos sabido de pugnas entre gobiernos estatales y caciques universitarios. Así se las gastan estas finísimas personas.

Universidades públicas, gobiernos estatales, sindicatos, alcaldías y hasta instituciones de educación básica, en todo nuestro territorio, sufren de esa especie de lepra que aquí mencionamos. Un ejército de pequeños caciques, que compiten por emular a su benefactor y mentor. Por eso son prepotentes, intolerantes y violentos. Se saben impunes. Pero a los jóvenes no los amedrentan con su bravuconería, a los jóvenes no los asustan sus sabuesos, ni sus porros. Vaya desde aquí toda mi solidaridad a los jóvenes estudiantes, que se han rebelado contra aquello que no es justo, contra aquello que no debe ser.

En este país no podemos hablar de democracia plena, mientras esos rufianes, dispuestos a agandallarse aquello que es de todos, sigan actuando con absoluta impunidad.


  • Juan Casas Ávila
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