La complejidad de una idea no es un obstáculo para ejecutarla; que esa idea sea mala por sus causas, medios o fines tampoco suele ser un impedimento para llevarla a la práctica. Y si se trata del sector público, los costos de su ejecución tampoco han desalentando su realización. Pero para un obcecado irresponsable esos inconvenientes de una idea solo son desafíos que incrementa su motivación para ejecutarla y hasta para hacerlo de manera precipitada. En este sexenio, que vive sus últimos días, tenemos varios ejemplos de ideas complejas, malas y de altos costos que, contra todo pronóstico sustentado en la racionalidad, terminaron hechas realidad. Segalmex fue un producto del que ya sólo queda el recuerdo. El aeropuerto Felipe Ángeles y la refinería Dos Bocas son también casos emblemáticos pues no producen ni resuelven nada y con el paso del tiempo sus instalaciones sólo acrecientan su valor testimonial de ideas concebidas por el estómago.
La reforma judicial es una idea que acumula y potencia todos esos negativos pero que, a diferencia de las ejecutadas durante este sexenio, para bien de todos aún no pasa del papel. Aunque la idea del Presidente era deshacerse de los jueces, el tiempo no alcanzó para que se ejecutara antes de irse. Los legisladores de la fuerza política en el poder hicieron todo lo necesario para complacerlo pero lo único que provocó la premura con que actuaron es que incurrieran en graves y múltiples irregularidades tanto en el camino como en el destino, con el resultado de que el veneno de la semilla que sembraron terminará por matarla antes de que dé sus frutos. Ahí está ya, vigente desde el 16 de septiembre, según su artículo primero transitorio, pero desde ese mismo día no se cumplió. La Suprema Corte debe estar integrada sólo con 9 ministros y esta semana sesionó con 11; debe funcionar sólo en Pleno y esta semana lo hizo también en Salas; el Instituto Nacional Electoral, por su parte, navega sin brújula en el mar abierto que representa en este momento el proceso para la elección popular de los nuevos juzgadores federales, al grado de que su presidenta no ha podido continuar con su entreguismo incondicional, pues dice que las dificultades con que se ha topado sólo le han permitido construir el "dilemario” que presentará a los legisladores para poder darle cauce.
¿Es necesaria una ley que desarrolle los términos de esta reforma constitucional? Formalmente no. Los propios jueces han construido la jurisprudencia de que la falta de ley secundaria no impide la aplicación de una reforma constitucional. ¿Es indispensable tocar base con los legisladores para poder ejecutar esta reforma, como dice que lo hará la referida presidenta del INE? Tampoco. En esa reforma se ha facultado a esa institución electoral para que emita las reglas necesarias para efectuar la elección de los jueces. Sin embargo, hay muchas razones para que, en la práctica, en este caso sí se necesite de una ley que posibilite su ejecución.
Solo dos botones de muestra. El primero es que el Presidente sostuvo que el grado de ineficiencia y corrupción en el servicio público de justicia era tan grave que no bastaba con cambiar a los jueces sino que era necesario rediseñar el modelo de acceso a ese cargo; sin embargo, nada ha probado, pues durante años hablaron de unas cuantas docenas de casos sin decir que lo que realmente se resuelve son millones de casos por año en todo el territorio nacional; y la mayoría de esos pocos casos son de procesos penales cuando el ochenta por ciento de los juicios que resuelve el Poder Judicial Federal es sobre juicios de amparo. Cualquier persona sabe que cuando se usan pretextos es porque se carece de razones y que la insistencia en el error sólo evidencia necedad.
El segundo es que no hay congruencia entre esos supuestos males y la medicina que quieren usar para remediarlos; la corrupción y la ineficiencia no se erradican con jueces improvisados. Pretenden inyectar una vacuna con la bacteria generadora del mal que dicen querer combatir. La carrera judicial garantiza profesionalismo técnico e independencia; mediante ese modelo sólo pueden ser jueces los que demuestran contar con la formación y experiencia para juzgar en función de los derechos de las personas en cada juicio, no tomando en cuenta los intereses políticos de quienes los propusieron y la simpatía de quienes los eligieron en las urnas como, inevitablemente, sucedería con los nuevos jueces.
Esas y otras inconsistencias de su atropellado y burdo proceder lo único que revelan es que el verdadero objetivo es deshacerse de los jueces que han frenado los abusos del poder ejecutivo. Y esa es la misma razón por la que quienes aún desempeñamos ese encargo público hemos asumido la resistencia, primero para evitar que se aprobara esta reforma judicial y ahora para evitar que se ejecute, al menos de inmediato. Hemos y seguiremos activando todos los mecanismos disponibles que la propia ley nos brinda, en el ámbito nacional y en el internacional.
Como guardianes de esos derechos humanos, los jueces de amparo estamos obligados a encabezar los esfuerzos para que toda la población tome conciencia social de que lo que está en riesgo son sus propios derechos; y que todos acudamos también ante los legisladores federales para exigirles que realicen el diagnóstico que les permita emitir las reglas que honren el sano propósito de un sistema de justicia mejor; que detecten a tiempo las debilidades de esa reforma para desactivar los innegables riesgos de su fracaso. Superado el momento de las pasiones a las que fueron arrastrados por el deseo ajeno de que le hicieran este regalo de despedida al Presidente, ningún legislador de la fuerza política en el poder podrá negar que esta reforma está plagada de insensatez; de cara a la nueva administración se les abre la oportunidad de enderezar el rumbo, empezando por el diferimiento de su implementación.
De lo contrario, a partir del 1 de octubre obligarán a la próxima primera Presidenta de la historia de este país, a que sea ella quien enfrente el dilema de promover que se aplace la ejecución mientras se construye un escenario en el que pueda florecer una reforma que no sacrifique los derechos del pueblo o, por el contrario, dejar correr los tiempos marcados por la propia Constitución, pero con la certeza de que no terminará por ejecutarse y sí, en cambio, contaminará todo su sexenio.