La reciente revelación de fosas clandestinas en Jalisco ha conmocionado al país, no solo por la magnitud de la violencia, sino por lo que representa:
un mecanismo sistemático de exterminio ligado a la economía criminal y el control del territorio a través del miedo y de la utilización de los cuerpos.
Esta violencia extrema no es un hecho aislado ni producto del caos, sino una práctica organizada, es un engranaje más del mercado.
Lo que ocurre en Jalisco o en la Comarca Lagunera se asemeja inquietantemente a otras épocas de exterminio en la historia.
Las imágenes de montones de zapatos encontrados en estos sitios recuerdan a los testimonios gráficos del Holocausto, donde los restos de las víctimas eran borrados en un intento de eliminar toda evidencia de su existencia.
Hoy, en México, los cuerpos son disueltos en ácido o reducidos a cenizas en crematorios clandestinos, y sus restos son esparcidos en fosas ocultas.
La lógica es la misma: borrar a los desaparecidos no solo de la vida, sino de la memoria.
Insisto, el crimen organizado no opera en el vacío. Recluta jóvenes, los somete a un brutal adiestramiento y selecciona solo a aquellos que cumplen con sus criterios para tareas como la vigilancia de territorios, el sicariato o la extorsión.
Aquellos que no sirven son eliminados. Esto no es solo un ejercicio de violencia, sino una forma de control económico y social.
Las organizaciones criminales no solo controlan el narcotráfico; han diversificado sus operaciones hacia la minería, las aduanas y la extorsión.
En muchos casos, estas actividades están conectadas con la economía formal, lo que demuestra que la línea entre lo legal y lo ilegal es cada vez más difusa.
Y detrás de esta maquinaria delictiva, la omisión —cuando no la complicidad— del Estado es evidente.
¿Cómo es posible que en zonas con presencia militar cercana proliferen estos centros de exterminio?
¿Cómo es que los testimonios de sobrevivientes, que lograron escapar del horror, no provocan una reacción inmediata de las autoridades? La realidad es que estos espacios de muerte solo pueden existir porque el Estado los permite.
La impunidad es el gran aliado del crimen organizado.
Frente a la indiferencia gubernamental, las madres buscadoras han tomado un rol que debería corresponder al Estado: encontrar a los desaparecidos.
Con palas y varillas, han descubierto lo que las autoridades “no encuentran”. Son ellas quienes han evidenciado la existencia de estos crematorios clandestinos, de estas fosas donde la vida fue reducida a cenizas.
Su lucha es un testimonio de amor, pero también una muestra de la profunda crisis forense en la que México está sumido. La cantidad de restos humanos sin identificar es abrumadora.
Se estima que podrían necesitarse más de cien años para darles un nombre a todas las víctimas.
Por eso es urgente una declaratoria nacional de crisis forense que permita la intervención de organismos internacionales y la aplicación de metodologías avanzadas de identificación humana.
Estamos a punto de cumplir 20 años desde el inicio de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, y la violencia no ha hecho más que intensificarse.
Hemos llegado al punto en que el hallazgo de fosas clandestinas apenas genera indignación momentánea en redes sociales, pero no una reacción de fondo en la sociedad ni en las instituciones.