México presume de ser una potencia cultural. Lo dice en sus discursos, lo imprime en sus folletos turísticos, lo pregona en sus festivales internacionales. Pero en la práctica, la cultura en México es una de las dimensiones más abandonadas e ignoradas por gobiernos, instituciones y ciudadanos. La cultura se celebra, pero no se cuida. Se exhibe, pero no se entiende. Se explota, pero no se respeta.
Poseemos una de las herencias culturales más ricas del planeta —con más de 60 lenguas indígenas vivas, tradiciones que datan de siglos, expresiones artísticas que han influido en el mundo— y, sin embargo, como sociedad, no le damos el valor que merece. ¿Cuántos mexicanos conocen realmente el significado de una danza tradicional? ¿Cuántos pueden nombrar a un escritor indígena? ¿Cuántos pueden referir una canción de poética letra en zapoteco? ¿Cuántos saben que la capital del país es la segunda ciudad del mundo con más museos?
La cultura en México está en crisis por falta de interés no por falta de talento. Por una apatía generalizada que la reduce a “evento de fin de semana”. En las escuelas, la educación artística es marginal. En los medios, la cobertura cultural es reducida. En los presupuestos públicos, el sector cultural es el primero en ser recortado. En la conversación cotidiana rara vez ocupa un lugar central.
Es preocupante que esta indiferencia no sea solo institucional, sino también social. Nos hemos acostumbrado a ver la cultura como algo ajeno, como algo que pertenece a “los artistas”, a “los museos”, a “los festivales”, pero no como parte de nuestra vida diaria. Hemos normalizado que los creadores vivan en precariedad, que los espacios culturales cierren, que las lenguas originarias desaparezcan sin que nadie se inquiete. Hemos convertido la riqueza cultural en una postal, en una mercancía, en un souvenir.
Y mientras tanto, los verdaderos guardianes de la cultura —los artesanos, los músicos populares, los narradores orales, los promotores comunitarios— siguen trabajando sin reconocimiento, sin apoyo, sin visibilidad. Son ellos quienes mantienen viva la memoria, quienes construyen identidad.
La cultura es mucho más que entretenimiento. En México debería ser prioridad nacional. No podemos permitir que el Día de Muertos pierda terreno ante el Halloween. Que la Cena de Acción de Gracias sea cada año más publicitada y celebrada. No podemos presumir a Frida Kahlo mientras ignoramos a las mujeres creadoras de hoy. No podemos hablar de “orgullo mexicano” mientras se cancelan becas y se desmantelan instituciones culturales.
La vastedad de nuestro territorio es tal que mucha de nuestra riqueza cultural se pierde en la geografía. Si en estados del norte preguntamos que es la Guelaguetza, seguramente no habrá respuesta. Que decir de las estudiantinas, tradición cultural que viene de la España medieval, esta expresión cada día está más aislada y en peligro de extinción.
Aspiramos a visitar Montmartre, el Soho, Broadway o Las Ramblas, pero perdemos la oportunidad de disfrutar de la amplia gama cultural que se encuentra en la Calle Madero en el centro histórico de la Ciudad de México y la cultura que se transmite en nuestro Festival Internacional Cervantino en la capital de Guanajuato.
México tiene una riqueza cultural que muchos países envidiarían. Pero esa riqueza no sirve de nada si no la cuidamos, si no la entendemos, si no la hacemos nuestra. La cultura, más que adorno, es una responsabilidad. La cultura no se defiende con discursos, sino con acciones. Con políticas públicas que la protejan, con educación que la integre, con medios que la difundan, con ciudadanos que la vivan. Y mientras no asumamos esa responsabilidad, seguiremos siendo un país que presume lo que no protege, que celebra lo que no conoce, que olvida lo que debería honrar. Porque perder la cultura es perder el alma de un país.