Vamos a suponer —solo suponer, ¿eh?— que en mayo del año pasado hubiese ocurrido algo así…
Un reportero (¿o reportera?) es enviado a cubrir el conflicto en la Tierra Caliente de Michoacán junto a dos compañeros de trabajo. De hecho es la tercera ocasión en tres semanas que viajan hacia allá. Cada vez permanecen en la región durante varios días para hacer crónicas, entrevistas y reportajes. La situación es delicada, peligrosa: en los municipios de Buenavista Tomatlán y Tepalcatepec dos grupos de autodefensa se han levantado en armas contra el cártel de Los caballeros templarios. Los criminales han cercado las poblaciones de esos lugares. Imponen un sitio de guerra: no hay abasto de gasolina, gas, alimentos, medicinas. Cualquier conductor de camión o tráiler que lleve productos hacia la zona es quemado, o al menos amenazado. Se suspenden los programas sociales. Hay enfrentamientos, ejecuciones, colgados, levantados, desaparecidos. Hay terror en los poblados rebeldes. La prensa es recibida por los hombres armados con cierto recelo, pero también con alivio: al fin pueden contar sus historias a escala nacional. Las amenazas de los templarios empiezan a llegar: les molesta el espacio dado a las autodefensas.
Los protocolos de seguridad durante esas primeras semanas de cobertura imponen largos traslados por carretera: hay que entrar y salir cada día de la zona en conflicto. Una noche, ya tarde, de vuelta en Morelia, el reportero (o reportera) recibe una llamada en uno de sus dos teléfonos móviles. Un alto funcionario del gobierno de Michoacán encabezado por Jesús Reyna (Fausto Vallejo acababa de pedir licencia) le dice que quiere decirle algo, pero que no puede ser por vía telefónica. Pide autorización para ir al hotel donde se hospeda. Mientras el hombre llega, el (o la) periodista llama a sus compañeros: les pide que estén presentes en la charla.
El funcionario arriba. Presenta a un sujeto. Se sientan en los sillones de una estancia. Después de algunos comentarios de descalificación rotunda hacia las autodefensas, el funcionario suelta:
—Él te quiere proponer algo…
Silencio. El recién introducido habla al fin:
—¿Te interesa una entrevista con La Tuta? Para que cuente su versión de lo que pasa…
El (o la) periodista acepta ipso facto pero pone tres condiciones: una, que la entrevista será ante una cámara y que La Tuta solo tendrá cinco minutos para tirar su rollo y que éste será editado a dos minutos; dos, que va a responder todo lo que se le pregunte, aunque le enfurezcan las preguntas; y tres, que dejará abrir la toma donde se realice la entrevista, nada de toma cerrada a su cara.
Pasan las semanas y el intermediario alega condiciones inaceptables y transmite reproches sobre las transmisiones constantes acerca de las autodefensas y “contra” los templarios. El funcionario jode una y otra vez sobre “parcialidad” del (o la) periodista y minimiza una y otra vez la existencia y las historias de las autodefensas, hasta que estalla el asunto e interviene el gobierno federal para intentar pacificar la región. El funcionario no vuelve a llamar a partir de ese momento. El intermediario le da largas a la entrevista arguyendo las mismas quejas que ya había expuesto. Nunca se llevará a cabo.
Supongamos que eso ocurrió. Pero, solo supongamos, ¿eh?...
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