Qué bueno que el gobierno le esté poniendo tanta atención al bienestar de los trabajadores. Era necesario. Ahora toca voltear a ver a quienes generan los empleos: las empresas.
Durante décadas, el salario mínimo perdió poder adquisitivo hasta que, con López Obrador, aumentó más de ciento por ciento en términos reales. Sheinbaum ha mantenido el impulso y la semana pasada anunció un nuevo aumento de 13 por ciento para 2026, además de la reducción gradual de la semana laboral a 40 horas. Estas medidas, junto con otras reformas, han mejorado de manera tangible la situación de los trabajadores. Son avances importantes (y políticamente rentables), pero junto con esta historia de éxito, hay otra que ha recibido menos atención: la de las empresas que están absorbiendo el costo de estos cambios.
Porque la realidad es que las buenas noticias laborales no han venido acompañadas de buenas noticias empresariales. En los últimos años, la participación del ingreso laboral en el PIB creció en espejo con la caída de las ganancias. Esto no tiene por qué ser negativo, salvo por un detalle: la economía no está creciendo. El ingreso per cápita cayó en el sexenio pasado. En ese contexto, los avances de los trabajadores se han dado a expensas del capital.
Vale la pena notar que esta redistribución no la detonó el gobierno por la vía fiscal tradicional, sino que utilizó a las propias empresas como mecanismo de transferencia a través de mayores salarios, más prestaciones, más cargas sociales y, pronto, menos horas laborales. Es una forma indirecta de repartir riqueza, pero que no puede sostenerse indefinidamente si no mejora la situación de las empresas. Si el tamaño del pastel se mantiene igual, entonces cualquier ganancia de un lado será una pérdida para el otro.
A esto se suma un problema estructural: la productividad del país está estancada. Si los aumentos salariales vinieran del aumento en la producción por hora trabajada, todos ganarían. Pero sucede lo contrario. La productividad lleva décadas estancada y entre 2018 y 2025 cayó más de 3 por ciento.
Mientras tanto, y más allá de los mayores costos laborales, las empresas enfrentan una serie de obstáculos para salir adelante: mayor fiscalización, un estado de derecho débil, inseguridad, corrupción, burocracia y poco acceso al crédito. Ante esta situación, no es ninguna sorpresa que la inversión privada esté contenida.
Habrá quien diga que los intereses empresariales deben quedar en segundo plano y que ya tocaba favorecer a los trabajadores. Sí, el salario mínimo estaba rezagado y había que corregirlo. Pero si las empresas continúan cargando con más costos en un entorno de bajo crecimiento y baja productividad, eventualmente el desenlace será menos empleos, precios más altos y un menor dinamismo corporativo.
La Presidenta ha hecho un esfuerzo por acercarse más al sector privado que su antecesor. Ojalá ese acercamiento se traduzca en políticas concretas que fortalezcan a quienes invierten, arriesgan y generan riqueza.