Seguramente recuerda las impresionantes imágenes en la televisión de un hombre con un cuchillo enterrado en su ojo. Todo inició en una riña que se desencadenó porque un conductor le ganó a otro un cajón de estacionamiento.
Igualmente impresionantes fueron las imágenes de una jovencita que salió a pasear a su perro y de repente un hombre de constitución bastante robusta salió a su encuentro y la arrojó con tremenda fuerza al suelo, causándole una lesión en el hombro.
Cada semana existe un reporte de mujeres golpeadas por sus novios o maridos. Todavía está en nuestra memoria el caso de Vanesa Gaytán, una joven que trató de huir de la violencia de su esposo y refugiarse en Casa Jalisco. No lo logró. A las puertas de casa del gobernador fue asesinada por su cónyuge con un cuchillo.
En abril, tres jóvenes que esperaban un Uber afuera de un local de la Avenida Chapultepec fueron agredidos a golpes, por un grupo de personas que instantes antes viajaba en un auto. Después de ofenderlos verbalmente, el grupo de desconocidos descendió del vehículo, dejaron a uno con la nariz rota y el ojo derecho muy dañado, a otro con un fuerte golpe en el oído derecho y al tercero con el labio reventado.
Es probable que también lo haya visto en los noticiarios. Una jovencita agarró a golpes con una especie de bat a un automóvil con su conductora en el interior, alegando que ésta le habían golpeado su coche. Parecía una fiera, poseída por el fantasma de la destrucción. Golpeaba e insultaba sin control alguno.
Estos son tan solo algunos ejemplos de la violencia que ocurre en México. Ninguno de estos casos tuvo que ver con el narcotráfico. Se trata de formas de violencia ajenas a las rivalidades entre cárteles, síntoma de que algo muy grave nos está ocurriendo. Pero, ¿Cómo llegamos a esto? Las razones son muchas. El estrés cotidiano, la pérdida de los valores cívicos, la presión laboral, la desigualdad y el odio social, la impotencia ante experiencias que se consideran injustas, el aprendizaje de la agresividad, la falta de mecanismos que la inhiban (como una buena policía o un efectivo sistema de justicia), el machismo.
Miles de mexicanos están lejos de ser “felices, felices”. Las cifras que nos ubican entre los países más felices del mundo pueden muy bien muy encubrir un autoengaño. Somos bombas de tiempo vivientes.
Lo que resulta preocupante es que nadie volteé a ver las causas de este fenómeno y que no exista un programa nacional que se preocupe por nuestro estado mental. (En Reino Unido hay, por ejemplo, un ministerio de la soledad). Hay que reconocerlo, como colectividad necesitamos una terapia profunda. Los expertos señalan entre las razones de esta inaudita disposición a agredir un novedoso y marcado individualismo acompañado de una indiferencia hacia el otro, lo que conlleva un descenso del umbral de represión, lo cual está a un paso de que hagamos al otro el blanco de nuestro coraje y nuestra amargura. Hay que considerar además que el mundo se vuelve más complejo y que las frustraciones del día se acumulan. Muchos actos violentos resultan de la suma de pequeñas frustraciones, que se van dando a lo largo de un día y no necesariamente de un carácter impulsivo.
Otra fuente de agresividad y violencia es la percepción de que el futuro se ha vuelto bastante incierto. Los jóvenes no tienen ninguna certeza de lo que profesionalmente les espera y ni siquiera una buena formación les garantiza que encontrarán trabajo. La fuerza de penetración de la iglesia católica también se ha debilitado y con ello su mensaje de civilidad. El respeto al otro es parte de un discurso que no encuentra ya creyentes dispuestos a asumirlo. Pero, el problema fundamental de nuestra agresividad reside en la pérdida de las formas de convivencia que aseguran un trato amable y solidario. Si bien en el espacio virtual del internet constantemente aparecen comunidades alternativas, su fuerza vinculatoria es muy cuestionable, pues en ellas no existen consensos sociales básicos. Para poner fin a la violencia y las agresiones se requiere algo más que exorcizarlas con un “fuchi y guácatelas”, por más gracioso que eso suene y lo chistoso que quiera parecer el exorcista.