El cine es un negocio rudo. En muchos casos, directores, escritores y actores se juegan todo en una sola oportunidad. La industria recompensa con creces a los que tienen la suerte o el talento de pegarle, pero castiga sin clemencia a los que tropiezan. El cine tiene, además, poca paciencia. Hay clases de guión, por ejemplo, concentradas en enseñar fórmulas infalibles para alcanzar no el reconocimiento de la crítica ni el logro artístico, sino el ansiado éxito en taquilla. Se necesita tener una vocación muy particular para escoger un rumbo distinto. Nadar contra la corriente en Hollywood no es cosa sencilla. Por eso es tan notable lo que ha hecho Diego Luna con su película más reciente sobre el líder campesino César Chávez, la figura más importante en la historia de la comunidad hispana en Estados Unidos.
Antes que escoger un proyecto más simple para su debut como director en Hollywood, Luna prefirió descifrar a un hombre complejo y de bajo perfil, sobre todo comparado con otros héroes de los derechos civiles. Ocurre, lector, que César Chávez no era Gandhi. Ni siquiera Luther King. Era, en cambio, un hombre profundamente humilde, discreto hasta el aburrimiento, con una proclividad casi monástica a la no violencia. No fue un hombre de exabruptos ni de pasiones inconfesables. Tampoco se le conocen pretensiones de transcendencia histórica: no quería, pues, hacerse de un sitio en la enciclopedia. No era, en otras palabras, un héroe seductor en el sentido más elemental del término. Hacer una película sobre un hombre así es un reto enorme.
Ya por eso, Luna es un valiente.
Pero no solo eso. También es admirable por su vocación social.
Me explico con una anécdota.
En algún momento de principios de 2012 recibí una invitación para comer, junto con mi familia, en casa de Pablo Cruz, socio de Luna y productor en jefe de Canana, la compañía productora que comparten ambos con Gael García Bernal. En los meses anteriores, en otras reuniones similares, había escuchado a Luna y Cruz hablar apasionadamente de su película sobre César Chávez. Era evidente cuánto les importaba la historia. Según recuerdo, la casa de Luna estaba tapizada de libros sobre Chávez y su movimiento. Cruz había decorado el cuarto de sus hijos con una banderola de la United Farm Workers. Era, sin duda, el proyecto de sus vidas.
La comida de esa tarde sería una despedida. Al día siguiente, Luna y Cruz partirían rumbo a Hermosillo, donde filmarían la mayor parte de la cinta. Al ambiente siempre gozoso de casa de Cruz se había sumado una suerte de melancolía. Productor y director habían pasado años preparando el principio del rodaje. Habían convencido inversionistas, escogido el reparto, seleccionado locaciones y, por supuesto, invitado a John Malkovich. Un par de horas más tarde me acerqué a Luna. Le pregunté por qué había escogido contar la vida de César Chávez. ¿Por qué no empezar con un guión más comercial? ¿Por qué jugársela con un personaje tan potencialmente inescrutable? “Porque esta es la historia que tengo que contar”, me respondió.
Después de ver la película, creo entender a qué se refería. Luna tenía que narrar la lucha de César Chávez porque este es el momento para recordarla. No hay más. La historia del triunfo de Chávez contra el abuso laboral en los campos de California es, hoy, más relevante que nunca. La capacidad de organización y el liderazgo de Chávez ofrecen lecciones valiosas para los millones de hispanos que tratan de alcanzar una reforma migratoria.
El drama, claro, es que esta comunidad hispana no tiene, ni de lejos, a una figura del tamaño de César Chávez. Hace años entrevisté a Elías Bermúdez, un célebre activista pro derechos de los migrantes en Estados Unidos. Le pregunté qué le hacía falta a los hispanos en su lucha por la legalización. “Un líder”, me dijo.
Bermúdez tenía razón y creo que Diego Luna lo sabe también: a la comunidad hispana le hace falta una versión moderna de César Chávez.
A falta de ese líder (que está por llegar, no me cabe duda), Diego Luna ha decidido llevar a la pantalla el capítulo más enaltecedor de aquella vida notable. Algunos críticos le han reclamado que la película
se concentre en la apoteosis del movimiento campesino. Se preguntan dónde están los claroscuros. Es una critica comprensible pero equivocada. Intuyo que Luna decidió no incluir el lado más sombrío de su protagonista (y vaya que lo tuvo) porque esa, diría él, no era “la historia que tenía que contar”. La vida que tenía que llevar a la pantalla es ésta, la de un hombre que un día decidió poner un hasta aquí a los abusos e injusticias que había visto desde niño. La historia de un hombre que supo decir “ya basta” y consiguió, con el impulso de una voluntad férrea (y no poco corazón), cambiar el rumbo de la historia de un país.
Lo que Luna quería es poner un Ejemplo en pantalla; así, con “E” mayúscula. Y lo ha conseguido con creces: a su César Chávez le sobra corazón. Tal y como debe ser.