Pocas veces en la vida me ha gustado tanto una serie de televisión como Game of Thrones. Basada en la exitosa saga literaria A song of ice and fire, escrita por un excéntrico de nombre George R. R. Martin (parece que todos los autores de fantasía tienen que recurrir a las iniciales), Game of Thrones es un portento desde cualquier punto de vista. Cada capítulo es tan detallado que ronda los 6 millones de dólares en presupuesto de producción. El fastuoso vestuario y los accesorios ya han dado pie a una exhibición itinerante. Los guiones y el trabajo actoral tienen pocos parangones en la historia reciente de la televisión y, por supuesto, ninguno si uno piensa en la trayectoria de la fantasía en el medio. Es, de principio a fin, una serie extraordinaria.
Hago, ahora, una pausa.
El mundo que retrata Game of Thrones es no solo aterrador. Es repugnante.
Va una anécdota.
La tercera temporada de la serie (y le prometo al lector que no encontrará aquí ningún spoiler o revelación innecesaria) termina con una secuencia insospechada que, de tan severa, se ha convertido en un hito. Y por buenas razones: lo que ocurre es horrendo y lo es por varios motivos. Primero, por la violencia absoluta retratada en pantalla. Después, por el golpe emocional para el espectador (no puedo, lo siento, decir mucho más). Y tercero, por la enorme, implacable, injusticia que supone lo que ocurre.
Hace unos meses, después de ver el capítulo, llamé a mi hermano Daniel, que de verdad sabe de narrativas audiovisuales. “¿Por qué nos gusta ver esto?”, le pregunté con la misma amargura que uno siente, por ejemplo, después de ser testigo de una derrota mexicana en un Mundial. Mi hermano dijo no saber la respuesta, pero sí me aseguró que estaba considerando dejar de ver la serie. “Está hecha para hacer sufrir a la audiencia”, recuerdo que me dijo. Concluimos que esa propensión a la crueldad narrativa se resume en un concepto: en el universo de Game of Thrones la justicia no existe. Corrijo: la justicia sí existe, pero solo entendida como venganza. El mundo de George R. R. Martin es desalmado, pero es algo peor: es bárbaro y tan premoderno que, me parece, desafía incluso el lado más oscuro de nuestra Edad Media, la que realmente existió y la que, claramente, inspira a Martin. El de Game of Thrones es un mundo donde el fuerte arrebata y el débil sufre sin ninguna posibilidad de retribución o justicia más que la venganza ejercida en los mismos términos violentos. Es la Ley del Talión hecha universo.
La serie, por ejemplo, es tremendamente sexista. En Game of Thrones las mujeres son prostitutas, indefensas o ingenuas. No hay más. Todas, absolutamente todas, viven a merced de hombres que se convierten, a la menor provocación, en agresores sexuales. He perdido la cuenta de cuántas escenas de violencia sexual he visto en Game of Thrones. El caso es que incluso las mujeres fuertes viven añorando al hombre protector. ¡Hasta la reina maquiavélica Cersei Lannister extraña la presencia de un varón!
En Game of Thrones la única manera que tiene una mujer de destacar es tener la suerte de prescindir del hombre o haciéndose de una identidad masculina. Pienso en Arya Stark, la joven heroína del clan Stark que lleva media serie pretendiendo ser un niño, o Brienne de Tarth, que aprovecha su apariencia masculina (y sus innegables dotes con la espada) para hacerse respetar. Daenerys Targaryen (lector: si no ha visto la serie y quiere hacerlo, brinque hasta el siguiente párrafo) la única auténtica “mujer fuerte” de la historia, se hace del poder solo después de haber sido arrojada por su hermano a un matrimonio por conveniencia y brutalmente violada por el marido en cuestión. Solo un giro de tuerca fortuito, provocado por un conflicto eminentemente “masculino”, le permite a Daenerys apoderarse.
El sexismo es solo una de las variables que me parecen horrendas del universo de Game of Thrones. La afinidad por la tortura es otra, sin duda. Si el lector conoce la serie, piense en Theon Greyjoy y sabrá a qué me refiero. Nadie, ni siquiera los niños, se salva.
¿Qué explica la oscuridad de la serie? Después de leer varias entrevistas con George R. R. Martin, creo haberlo entendido. La verdad es simple: desde el principio, la intención de Martin fue crear un universo desolador: “quiero que mi trabajo sea impredecible. Maté a un personaje en el primer libro porque era el héroe y nadie pensó que lo mataría”, explicaba hace poco. En otras palabras, Martin es un hombre cruel… maravillosamente cruel.
Por eso lo odio.
Pero también, carajo, lo quiero.
Cómo quiero ver ya el siguiente capítulo de Game of Thrones.