El 29 de marzo publiqué en este mismo espacio un texto en el que pregunté si la comunidad latina y los medios de comunicación hispanos en Estados Unidos han sido injustos con Barack Obama en función de la complicada situación de la reforma migratoria y la dinámica de deportaciones. El texto dio pie a una buena lista de comentarios e incluso a un debate entre colegas por acá. Tal fue la reacción que decidí visitar Washington para trabajar en un reportaje más profundo sobre el tema.
Además de explorar la complicada coyuntura que enfrenta Obama, la visita valió la pena dado el momento crucial por el que atraviesa la reforma migratoria. Resulta que, de acuerdo con los cálculos más optimistas, a la posibilidad de una reforma migratoria integral durante el gobierno de Obama le quedan solo tres meses de vida. Me explico: la ventana real de oportunidad para la aprobación del proyecto de reforma en la Cámara de Representantes caduca en julio, cuando los legisladores parten a vacaciones. Después de eso, será prácticamente imposible imaginar que los republicanos decidan entrarle a un asunto tan polémico, sobre todo con las elecciones legislativas de medio término a la vuelta de la esquina. Es por ello que Obama se juega ahora sus últimas cartas. Le quedan 90 días para tratar lo que se antoja imposible: persuadir a los líderes republicanos de la necesidad de aprobar una reforma migratoria integral. Y digo que será casi imposible porque la versión más socorrida aquí es que, una vez más, los republicanos se encuentran claramente divididos. Por un lado John Boehner, el vocero de republicano de la cámara baja, aparentemente tiene la intención de presentar a votación un proyecto de ley. Por otro lado está Eric Cantor, el influyente líder de la mayoría, quien parece tener la intención opuesta. Convencer a los republicanos en tan poco tiempo de algo tan complicado parece, en efecto, muy poco probable.
El problema para Obama es que el fracaso de una reforma migratoria le será atribuido casi por entero. Por supuesto, esto no es ni remotamente justo. Lo cierto es que Obama y los demócratas han buscado afanosamente una reforma mientras que los republicanos se han dedicado desde hace años a bloquearla. De ahí que la responsabilidad no sea ni de lejos atribuible a Obama; vaya: ni siquiera debe compartirla con los republicanos. Cuando se trata del proceso legislativo, la responsabilidad de la parálisis debe recaer enteramente del lado del partido opositor. Aun así, insisto, probablemente será Obama quien termine pagando los platos rotos. Después de todo, la promesa de una reforma migratoria fue suya y solo suya.
A esa complicación hay que agregar las crecientes consecuencias que han traído consigo las deportaciones. No repetiré la explicación que ya he dado para entender cómo y por qué comenzó el polémico proceso de deportaciones del gobierno actual de Estados Unidos. Pido al lector se remita para ello al texto publicado aquí hace dos semanas. Lo que vale la pena hacer en esta ocasión es analizar las demandas que los grupos que defienden los derechos de los migrantes han hecho al gobierno de Obama en los últimos tiempos. Comprensiblemente hartos de las deportaciones y su innegable costo social, varios grupos le exigen al presidente que tome acciones ejecutivas directas para aliviar la crisis humanitaria existente. Algunos han incluso llegado al extremo de creer que Obama puede, como por arte de magia, detener por completo la maquinaria de deportaciones estadunidense. La verdad, claro está, es muy diferente. La ley estadunidense obliga a Obama a proteger la frontera y a detener en territorio estadunidense a los indocumentados, sobre todo aquellos con historial delictivo. Además, desde hace algunos años el tamaño mismo de la patrulla fronteriza y de ICE, la institución encargada de la inmigración y las aduanas, ha crecido tanto que se ha vuelto una suerte de monstruo. Obama, vale la pena aclarar, está obligado por ley a alimentar al engendro, producto sobre todo de la gran paranoia estadunidense pos-9/11. Pero hasta para alimentar al minotauro había maneras. Y en efecto, Obama tiene a su alcance una serie de medidas que podrían hacer más humano el proceso de detención y deportación de indocumentados. En este momento, por ejemplo, la agencia ICE tiene como prioridad la detención de indocumentados que hayan sido reportados previamente, sin importar si tienen familia en Estados Unidos. También tiene como prioridad a indocumentados que hayan cometido delitos menores, casi triviales, como manejar sin licencia de conducir. Las organizaciones que defienden los derechos de los indocumentados insisten que Obama debería modificar ese marco de prioridades a la brevedad. Hasta ahora, Obama se ha negado a hacerlo por una simple razón: si cede a las modificaciones que se le requieren, corre el riesgo de perder de manera aún más clara el posible apoyo republicano para lo que realmente importa, para lo que significaría de verdad un alivio definitivo: una reforma migratoria. Pero ese argumento ha dejado de convencer a los que defienden los intereses de los migrantes. Su frustración, claro, es comprensible: han sido muchos años de espera infructuosa. Ahora parece que Obama lo ha entendido y le ha pedido a Jeh Johnson, su nuevo secretario de Seguridad Interior, que revise procedimientos y anuncie posibles modificaciones. ¿Qué hará Obama entonces? Lo más probable es que en los próximos dos meses proceda con cautela. La posibilidad de una reforma migratoria muere al último y es aún la gran prioridad para el presidente y su grupo de asesores. Pero si los republicanos simplemente se niegan a ceder, Obama seguramente actuará: a como dé lugar, peleará para que su legado con los hispanos no sea la etiqueta de “deportador en jefe”. Para hacerlo, usará todos los recursos que su investidura provee.