Tenía diez u once años cuando mis padres me regalaron mi primera bicicleta. Recuerdo bien la libertad que sentí cuando crucé por primera vez la calle Sicomoros para darle la vuelta al Lienzo Charro.
Solíamos vivir sobre Castaños en una modesta y bella casa en Torreón Jardín. Durante un tiempo acostumbraba a llegar de la escuela y, mientras mi madre calentaba la comida, montaba mi querida bicicleta para explorar las inmediaciones o ir a la miscelánea Los Delfines por las tortillas que faltaban.
Aún evoco la canastilla blanca delantera donde transportaba los gansitos del antojo vespertino; el cuadro rosa y sus salpicaderas; la sensación de autonomía y la experiencia de un mundo que me era inabarcable.
Con el paso del tiempo entendí que los niños pueden conquistar más fácilmente el barrio arriba de un sillín; las niñas no. Recobré mi libertad como pedalista en mis tiempos de universitaria cuando en compañía de dos queridos amigos nos dispusimos a descifrar los secretos de varios rincones en la sierra de Jimulco.
Siguen siendo vívidas las imágenes de aquel viaje en bici que hicimos en la primavera del 2006 por el el arroyo de palos, la cueva de las Águilas y el cañón de la Gualdria, por el Realito y el cañón de la Cabeza, las minas de Otto y el puente Jalisco.
Hace un par de años pude reconquistar una parte de lo recorrido en aquella época. Poco después, mi amiga Diana y yo despedimos el 2019 viajando a La Flor en bici con mochila al hombro. Cargamos la ropa indispensable para pasar un par de días y visitar a nuestros amigos Refugio y Evelia Agüero. Hicimos el ridículo en dos fiestas de XV al presentarnos en mallones deportivos. Luego nos alcanzó la pandemia y no pudimos regresar.
Desde mi retorno al terruño, en el verano del 2018, el ciclismo ha sido el pilar de mi vida. Es un personaje protagónico de mi andar por el mundo. Rincones como Villa Juárez y Vizcaya, el “túnel del viento”, el circuito Partida-Matamoros, el Cañón del Indio, la llamada “cuesta de la fortuna” y el Cerro de las Noas se reescriben en mí, una y otra vez cuando los pedaleo. Los amaneceres del verano y las puestas de sol decembrinas acompañan mis días, nutren mis encuentros y reencuentros con La Laguna y su gente.
La bicicleta es, para mí, un organismo vivo, una extensión de mi cuerpo. Me ha dado experiencias inefables, amistades y buena compañía; también varios sustos en avenidas donde los automovilistas hacen gala de su indolencia ante peatones y pedalistas. Montar el ciclo afianza mi identidad, me arraiga a esta tierra en la que me percibo en movimiento.
Este 2021 la “máquina andante” cumple 204 años de haberse inventado. Fue el alemán Karl Drais quien diseñó el primer “velocípedo”. Pero sólo hasta 1885 el modelo “rover”, la vagabunda, de John Kemp Starley, incorporó por primera vez el famoso “cuadro de diamante”, así como un sistema de transmisión de cadena que unía los pedales con la rueda trasera.
Este relato personal es mi manera de rendirle tributo a mi compañera, la bicicleta; al destino que me une a una de las máquinas más nobles que ha inventado la humanidad.