El odio naranja

  • Diario de campo
  • Luis Miguel Rionda

León /
Donald Trump

En estos tiempos de vacaciones académicas, y por pura casualidad, anteayer se me ocurrió sintonizar CNN en mi tele, buscando noticias sobre Venezuela. Me topé con que se estaba anunciando la emisión de un mensaje del presidente Donald Trump, el primero en vivo y en directo, en esta su segunda gestión en la Casa Blanca. Ingenuo, supuse que daría a conocer alguna decisión de trascendencia, de calado nacional o internacional. Con curiosidad me mantuve atento hasta que inició el manifiesto. Sólo lo hice porque me sobraba el tiempo, pues no me cae bien el sujeto anaranjado, con cara de retortijón.

Los políticos de carrera suelen ensayar con cuidado la forma y el fondo de sus discursos ante la gran audiencia televisiva. La idea es provocar sentimientos de identidad, simpatía y entusiasmo, o bien, si se trata de asuntos graves, convocar a la solidaridad, al sacrificio y a la unidad nacional, como lo hicieron grandes tribunos como Winston Churchill, ante la Cámara de los Comunes el 13 de mayo de 1940 (“no tengo nada que ofrecer más que sangre, sudor y lágrimas”); o Franklin D. Roosevelt el 8 de diciembre de 1941, un día después de “la fecha que vivirá en la infamia”, cuando se declaró la guerra al “imperio del Japón”. Grandes piezas de elocuencia patriótica, plenas de energía y voluntad compartida.

En México no nos hemos quedado atrás con nuestros líderes oradores: todavía recordamos el discurso de Lázaro Cárdenas del 18 de marzo de 1938, cuando se nacionalizó el petróleo, o a Luis Donaldo Colosio el 6 de marzo de 1994 (“veo un México con hambre y con sed de justicia…”), o los muchos pregones de los tribunos de oposición en ambas cámaras. La retórica es un recurso que afianza el liderazgo, o lo contrario: hunde en el oprobio.

La arenga que escuché el miércoles fue de este último tipo: un rollo plagado de odios y escupitajos contra todos y todas (en esto sí es muy incluyente el güero). Autoelogios sin límite, aderezados con afrentas contra el buen Joe Biden. Un montón de descalificaciones contra sus rivales, que ya no se sabe si se limitan a los demócratas o incluyen a sus copartidarios. Añadiendo xenofobia odiosa, al extremo de asegurar que la mitad de los inmigrantes indocumentados son delincuentes fugados, retrasados mentales, drogadictos y viciosos irredentos, que abusan de la bondad e ingenuidad de “América” (ese país sin nombre que se ha apoderado del topónimo).

Me sentí personalmente ofendido al escuchar su caterva de prejuicios contra los que no son como él (afortunadamente). ¡Qué forma de odiar! Me pregunto cómo puede soportarse a sí mismo. O mejor: ¿cómo lo soportan sus cercanos? ¿Melania, Ivanka, Barron..? Para mí es un misterio.

No mantuve mi atención los largos veinte minutos de improperios. Tampoco cambié de canal: soy morboso. Me da pena por esa gran nación, la cuna de las libertades democráticas y del liberalismo/capitalismo, que a la fecha sigue siendo el mejor sistema de convivencia civilizada que se ha dado la humanidad. La libertad democrática permite que incluso personajes profundamente autoritarios como este magnate odiador, lleguen al poder. Pero el sistema tiene sus propios anticuerpos, que se desatarán en la siguiente elección. Al tiempo.

Esta columna toma un par de semanas de vacaciones. Nos leemos el próximo viernes 9.


Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.