No basta reabrir en condiciones de seguridad. Ahora la autoridad tiene enfrente las consecuencias del cierre prolongado de las escuelas: rezago, desigualdades aumentadas, abandono escolar.
Y la respuesta es tan tibia como lo ha sido durante toda la pandemia. Los llamados a regresar a la escuela solo confirman el desastre educativo que se veía venir.
Son solo llamados y provienen justo de quienes cerraron (y abandonaron) las escuelas durante más de un año y medio. A diferencia de tantos países, aquí no hubo intentos de abrir parcialmente, ni un rato, ni algunas zonas. Ningún brío por la educación y su importancia: la escuela se echó a dormir, hasta que el lejano semáforo se pusiera en verde.
Las consecuencias eran previsibles y las señalaron todos los expertos: entre más tiempo pase, mayor será la deserción y más amplia la consiguiente brecha de desigualdad educativa. Más aún en lugares donde el rezago es ya una realidad lacerante. La Unesco avisó incluso del riesgo de una generación perdida.
Ya en marzo pasado el Inegi confirmó ese riesgo: cinco millones de estudiantes no se habían inscrito al ciclo escolar vigente, es decir, el ciclo pasado. La mayor parte, claro, era de preescolar, primaria y secundaria, la que más necesita una educación presencial.
Ahora no les ha sido nada fácil despertar al monstruo que todavía bosteza. El gobierno, empezando por el Presidente, insiste en volver: “Ya no debe haber escuelas cerradas”, dijo la semana pasada. “Es muy importante el regreso completo a clases”, porque “la escuela es el segundo hogar". Y añadió: “Si vamos a tener abiertos los centros comerciales, con medidas sanitarias, ¿por qué no vamos a tener abiertas las escuelas?”.
¿Por qué no? Pero esa pregunta debía estar planteada al menos desde que se abrieron los centros comerciales. O antes. Y con todo el empuje con el que los comercios pelearon su reapertura, con aforos máximos, con vigilancia especial, con medidas sanitarias básicas.
En cambio, los segundos hogares, esos “espacios de socialización, desarrollo psicoemocional y prevención de la violencia para niños, niñas y adolescentes” (Unesco), se mantuvieron cerrados y no hubo siquiera un esfuerzo para mantenerlos en operación para quienes más lo necesitaban, por las carencias en su primer hogar.
¿Qué van a hacer las escuelas para recuperar a los niños y adolescentes que ya abandonaron? La tarea es titánica, se sabe. De entrada, hay que ubicarlos con nombre, apellido y contacto. Luego, visitarlos y atraerlos. Y darles un tratamiento especial...
¿Y que harán con los estudiantes que sufrieron malas experiencias en la convivencia confinada con sus familias? Para el 17 por ciento de los alumnos de todo el país encuestados por la organización World Vision, estar en casa durante la pandemia resultó una vivencia abiertamente negativa. Las escuelas tendrán que detectar los conflictos emocionales y los problemas familiares que en muchos casos incluyeron violencia y que en casi dos años pasaron desapercibidos.
¿Podrá la escuela mexicana, la misma que no supo evitar un cierre total y prolongado, reponerse ante este riesgo de fracaso generacional? Una tarea mal hecha impide hacer bien la que sigue. Eso nos enseñaron…
Luis Petersen Farah
luis.petersen@milenio.com