Frente al desgaste por los excesivos costos que supone el sostenimiento de la democracia y la institucionalidad que la instrumenta con su multimillonaria e inmensa nómina, y en un esfuerzo por recuperar pertinencia, a principios del mes de marzo, el INE dio a conocer la "Estrategia Nacional de Cultura Cívica"; el grupo de académicos y funcionarios del propio instituto que apoyan esta iniciativa reflexionan sobre la amplitud de las tareas encomendadas que, como se sabe, no se restringen a la organización de elecciones y conteo de votos.
La profunda y extensa brecha que existe entre la narrativa de los políticos, inmersos en sus luchas de poder y las necesidades reales de los ciudadanos agobiados por la carestía de la vida; la deficiencia en los servicios públicos, la inseguridad y tantos problemas más, hace evidente la falta de representación real de aquellos políticos que llegan al ejercicio de cargos y presupuestos públicos por medio del voto.
Desde luego, la base de la relación entre el gobierno y la población es la confianza y el compromiso que el ciudadano siente o no respecto de aquellos que, como expresión de democracia, son electos para ejercer la autoridad; los ejemplos cotidianos, que llenan las páginas de periódicos y espacios de radio y televisión respecto de la corrupción e impunidad con que se desempeñan los políticos, explica la falta de confianza y de interés de los ciudadanos.
Allá en el siglo IV a. C., el maestro de Estagira, Aristóteles, sugirió que en el proceso de educación de las nuevas generaciones, se enseñara civismo a los niños, es decir, un conjunto de hábitos, disposiciones y actitudes que a base de repetición de actos de civilidad, teniendo modelos y ejemplos de comportamiento correcto, éstos les ayuden a desarrollar en ellos el músculo moral necesario para el ejercicio de actos virtuosos en la vida en sociedad, atendiendo al bien común como principio rector de todos los actos.
En las luminosas páginas que Aristóteles escribe a su hijo Nicómaco, en la Ética que lleva su nombre, se refiere a dos características de la vida moral en sociedad, una la podríamos llamar el principio de reciprocidad, de manera que el niño, y después el adulto, descubrirán la importancia de no hacer a otros lo que no queremos para nosotros mismos. El otro principio podría entenderse como de integridad, esto significa que en el ejercicio de la vida social, donde se ejercen responsabilidades y se administran bienes, no se actúe mal y se simule el bien.