En la cultura universal, el relato de "la caja de Pandora" suele referirse a personas que ante la necesidad de tomar una decisión su actitud es frívola o imprudente, de manera que provocan graves e irreparables daños al trastocar frágiles equilibrios sociales, económicos, políticos, personales, familiares o laborales.
En el seno de la Conferencia Anual Sobre Cambio Climático, celebrada al inicio de este mes, que, como se sabe, gracias a los arduos trabajos diplomáticos de la ONU en 2015 fue posible reunir a representantes de 195 países para suscribir el así llamado Acuerdo de París, que hasta hoy es el único instrumento de derecho internacional donde se establecen los criterios y los compromisos a seguir por los gobiernos de los países suscriptores a fin de detener el avance del calentamiento global, es decir, evitar que la temperatura de los océanos aumente más allá de 1.5 grados centígrados. Como es obvio, los compromisos de los países más industrializados respecto a sustituir combustibles fósiles por energías limpias en sus procesos productivos, supone enormes inversiones y, lo más importante, un cambio de mentalidad y de estilo de vida que confronta y cuestiona los abusos del consumismo, y abiertamente favorece el reciclaje y el reúso para evitar la sobreproducción de basura y plásticos desechables.
El Acuerdo de París es expresión de racionalidad, responsabilidad y prudencia política; en cierta forma es reconocer los efectos de la apertura a la "caja de Pandora" y la existencia de la esperanza para unir esfuerzos y mitigar los males. No se trata de un club de amigos del que se pueda entrar o salir sin consecuencias. Los delicados equilibrios que sostienen la vida, toda forma de vida en el planeta, dependen, en cierta forma, de las decisiones y de las acciones de cada persona. Desde luego, los gobernantes poseen una responsabilidad mayor porque su función es prudencial, es decir, respetuosa y comprensiva del bien político por excelencia, ése que llamamos bien común. En la era global que estamos viviendo, ningún gobernante puede pretender que el aislamiento, la construcción de muros o la ruptura de los acuerdos suscritos puede ser benéfico para su país; hacer mejor a un país exige hacer mejor al mundo, por la sencilla razón de que el planeta, donde se asientan los países, es nuestra casa común.