Los colegios particulares

  • Taller Sie7e
  • María Luisa Herrera Casasús

tampico /

A mediados del siglo XIX, se pusieron de moda las escuelas particulares. Estas se instalaban en algún edificio, con mesas muy pulcras, y una plataforma en la cabecera con la mesa del director. Las paredes lucían cuadros con hermosos dibujos y muestras de escritura española.

El método de enseñanza era el individual. Además de las lecciones de lectura, escritura, aritmética y doctrina cristiana, se enseñaba algo de dibujo, la gramática castellana de Herranz y Quiroz, moral y urbanidad. Se utilizaba para la escritura un cartoncillo, un porta lápiz y una raspadera para afilar las puntas, sin faltar la miga de pan para borrar las faltas.

Las escuelas francesas estaban de moda y se consideraba gran elegancia asistir a las mismas. Mapas de los cinco continentes adornaban las paredes, alternando con muestras de escritura y paisajes. Cabe hacer notar que no existía la más insignificante carta geográfica nacional. Solo se estudiaban las generalidades de Europa, y aún para el tratado de límites de 1848, hubo de echar mano de la muy imperfecta y reducida Carta Americana de Disturnell.

Y por supuesto, la historia patria y la precortesiana eran desconocidas para los elegantes alumnos de las escuelas extranjeras. En vez de lenguas vernáculas, se enseñaba el francés, aunque con detrimento de la hermosa lengua castellana, a la que se atestaban los más rudos golpes.

Se hacían traducciones como “De repente ella apercibió los restos de un navío que venía de hacer naufragio” y otras burradas por el estilo. Los muchachos hablaban mal francés, los maestros se expresaban en peor castellano y se sembró el español de galicismos que aún hoy prosperan. “Comité” por comisión o delegación; “drenaje” por desagüe; “chofer” por conductor; “garage” por cochera: “hotel” por hostal, hostería; “restaurante” por posada, fonda, mesón, etc.

Se les decían frases como: “Usted estar bien inaplicado” o “ser mucho malcriado”, acompañando a la frase un tirón de orejas que hacía murmurar al castigado: “Oh, ser usted un animal”, a lo que el maestro interpelaba: “¿Qué cosas tú decir?” “Nada – frotándose la oreja – que mí doler mucho”, respondía el castigado. _

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