Hay ocasiones aberrantes en las que quien debía perder, aunque sea algo, gana todo. La semana pasada, quien cometió cada crimen de guerra posible y usufructuó la destrucción o la contemporaneidad del asesinato en masa, fue recibido por las mejores expresiones de hipocresía durante la cumbre de la Liga Árabe.
Siria volvió a pertenecer al grupo. La habían expulsado al suponer que la brutalidad de Assad no le permitiría sobrevivir.
Bashar, hijo de Hafez, inició hace un año sus recorridos por la región luego de no salir a otro país árabe por más de una década. Ahora, con el beso de MBS, Abu Rasasa —el padre de la bala—, príncipe heredero del reino saudita, los Assad amaestraron el espacio entre siglos con la era de la impunidad.
Lo que se ha llamado el proceso de normalización con Siria es más que restaurar relaciones diplomáticas y fingir que nada pasó. Siria es símbolo de una época que tiene variantes en otras partes del mundo.
Cuando los conflictos o condiciones disfuncionales se perpetúan ocurre algo peor que su caída en la indiferencia; se obliga a la forma más perversa de política real.
Bashar transformó lo que quedaba de Siria en un narcoestado y encontró un nuevo beneficio en el captagón, la anfetamina vuelta su principal ingreso. Con pragmatismo, los miembros de la Liga buscan su contención y resolver la situación de seis millones de refugiados en sus territorios a cambio de una falsa normalidad.
Históricamente, la Liga Árabe admite ser vista como un templo a la inutilidad donde la retórica blanquea responsabilidades.
Ya sea a causa del vacío dejado por las potencias e instituciones habituales, por el creciente enfoque nativista o la relativización generalizada de principios democráticos, en la era de la impunidad el despotismo vive confortablemente convencido de que puede hacer lo que sea. Cumbres como la saudita sobran y les dan cierta razón.
Dosis de impunidad han existido siempre. Es hasta hace relativamente poco que nos preocupamos por nociones de verdad, memoria o justicia en procesos de violencia extrema. Si es posible adentrarnos en una era de la impunidad es sólo porque la consciencia de rendición de cuentas, al parecer, si acaso duró unas cuantas décadas.