Con motivo del Día Internacional de la Mujer
La violencia en contra de las mujeres es atávica. Lo es para vergüenza nuestra y de nuestra organización social, nuestras leyes y nuestro sistema de justicia.
Nosotros, orgullosos de la creación del Estado como ente protector de agresiones externas y de amenazas e injusticias internas, nos hemos habituado a que la mitad de nuestra población viva en condiciones de desventaja y violencia casi todo el tiempo y casi en todos los lugares.
Nosotros, orgullosos de nuestros avances civilizadores, nuestro espíritu moderno y nuestra superioridad racional sobre épocas pasadas, no hemos frenado y menos erradicado este ancestral comportamiento que niega a la mitad de los que somos lo que naturalmente les corresponde.
Nosotros, los promotores, impulsores y defensores de los derechos humanos, que llevamos décadas ensalzando nuestra conciencia y nuestro avance, no hemos podido garantizar a las mujeres el ejercicio y goce de sus derechos, por lo que tienen que luchar por ellos como si de arrebatarlos se tratara.
Nosotros, los creadores de leyes e instituciones que llevan la palabra mujer en sus nombres y objetivos, no hemos sabido asegurar el cumplimiento sistemático y general de lo que pregonamos: las mujeres no viven libres de violencia ni libres de discriminación ni de injusticia.
Nosotros, engreídos por el supuesto orden que hemos puesto sobre el caos, apenas si nos detenemos cuando leemos que siete de cada 10 mujeres mayores de quince años declaran haber sufrido un incidente de violencia física o sexual.
Nosotros, que condenamos la violencia y llevamos décadas tratando de aminorarla, no hemos podido evitar que cobardes agresores asesinen al menos a tres mil quinientas mujeres y niñas cada año. Y además registramos, aparentemente resignados, también año con año, la comisión de 500 feminicidios.
Nosotros, que tradicionalmente celebramos nuestro infinito amor por la mujer que nos dio la vida y por todas las mujeres de nuestras familias, hemos permanecido impávidos frente a la desaparición de al menos 7 mil mujeres cada año, cifra escalofriante por sí misma, y aún más si se piensa en cada una de ellas y en el dolor continuo con que su ausencia consume sus hogares.
Nosotros, atentos casi siempre a las noticias, nos enteramos, distraídos o indiferentes, de que cada año se registran más de 20 mil delitos que atentan contra la integridad sexual de las mujeres, y pasamos la página porque alguien, alguna vez, en algún caso, se encargará de evitarlo o castigarlo, ya veremos, y si no vemos es que, ya se sabe, de asuntos y de temas estamos saturados.
Si sumamos homicidios, feminicidios, desapariciones y delitos sexuales en contra de mujeres, tomando como referencia cifras oficiales, llegamos a más de 30 mil delitos de esta gravedad cada año, lo que bastaría para encender las alarmas y decidirnos a poner fin a esta monstruosa barbarie de género. Pero nada sucede, tal como si nada sucediera.
Por eso, por nuestra pasividad como sociedad, por nuestra apatía y desconexión como Estado, es que las mujeres salen una y otra vez a marchar por lo que es suyo, a reivindicar sus derechos, a ratificar sus demandas, a denunciar la violencia en su contra, a exigir equidad, respeto y justicia. Les corresponde por derecho. Que pronto tengan éxito. En ese objetivo no debe haber ellas ni nosotros, sino todas y todos.