José Alvarado nació el 21 de septiembre de 1911 y murió el 23 de septiembre de 1974.
Vivió sesenta y tres años y dos días.
Y cualquiera se sorprenderá, y es que desde los diecisiete, siendo estudiante de preparatoria en su natal Nuevo León, ejerció el periodismo como otra de las posibilidades para abrazarse a la vida.
Vida (dicho por él mismo, por cierto) que disfrutó sin regateos.
Hacia 1930, un jovencísimo Alvarado llega a la Ciudad de México y, qué hace, comenzar a publicar artículos periodísticos en ediciones como Barandal, la de Octavio Paz, su amigo, además de continuar su instrucción universitaria.
Ya venía enfilado puesto que, en Nuevo León, recuerda Gerson Gómez, presentador de Génesis del San Lunes. Antología noctámbula del regiomontano, textos suyos se contienen en Revista estudiantil, Rumbo, Archivaldo y El bachiller del Colegio Civil.
Después lo haría, cuatro décadas de profusa labor, en cabezales como El Día, El Nacional, Siempre!, Excélsior, El Heraldo, Hoy, Futuro et. al.
Tan profusa fue su pluma, acota Gómez, que a la fecha “aún quedan muchos de sus textos sin clasificar y en espera de nuevos investigadores literarios y periodísticos”.
Pero si de hablar de la “insondable barrera” entre el periodismo y la literatura se trata, habrá que citar a Alvarado.
O, en su defecto, generalizar su obra, lo que bien se logra en Génesis del San Lunes mediante la organización de alrededor de cincuenta textos bajo los rubros “La frágil estela de la noche”, “El hombre y la noche”, “Suicidio en la urbe”, “El oficio” y un post scriptum dedicado a los estudiantes universitarios (en breve lapso Alvarado fue rector de la Universidad Autónoma de Nuevo León).
Sin la data de su publicación original (algo que hubiera ayudado al lector a colocarse en la coyuntura de los diferentes entornos) los textos de Alvarado sorprenden desde cualquier rigor analítico.
Están, para empezar y concluir, muy bien escritos (¿periodismo… literatura?); son sinceros, nada acartonados, hilarantes, críticos, lapidarios, comprometidos, esclarecedores, panorámicos y detallistas.
Imagino que muchos temblaban en espera del nuevo artículo de Alvarado, así como muchos más lo esperaban con delectación.
Es así como le tunde a Vasconcelos, sí, a don José Vasconcelos, quien en la puesta de su existencia “ha traicionado a su talento y a sus antecedentes”.
“Ha renegado”, escribe Alvarado, “de sus antiguos propósitos y manchado la sangre de jóvenes generosos y nobles que dieron su vida, no tanto por él, como por los ideales que decía representar. Ha abjurado también de su tradición de hispanista al calumniar con torpe insolencia y con innoble crueldad a los defensores de la causa de España. Ha rectificado su obra de luchador y de constructor de la revolución al convertirse en uno de sus peores enemigos y permitir que empleen su nombre todos los que la calumnian y tratan de sofocarla, al entregar las últimas manifestaciones de su obra en manos de los peores conservadores para que las empleen como armas eficaces en su ofensiva”.
Pero hay también mucha cotidianidad en estos textos de Alvarado, ahora recuperados. Hábil en el uso de los adjetivos nos cuenta de una discutible barbacoa; de un heterodoxo pescado frito; de unos pambazos tristes; de un bolillo escéptico y hasta de un país adormecido.
Habla también de algunas de las calamidades de nuestra sociedad (de las que vienen de lejos y permanecen todavía) como la criminalidad, “problema que sólo se resuelve atacando las posibilidades para el crimen que existen en la sociedad”.
“Hubo una época en que pareció que el terror era la mejor arma para prevenir los crímenes, pero hace mucho tiempo que se ha demostrado lo contrario”, escribe Alvarado, José Alvarado, y no algún periodista o actor político de hoy, antes del lejano 1974.
“No es el terror, sino la regeneración moral de la colectividad lo que sirve contra la delincuencia. Pero si esa regeneración y esa tonificación no se logran con tan equivocados como anticuados propósitos, mucho menos se obtienen con la amenaza de la pena de muerte o con la tarea de despertar un odio ciego hacia los criminales”.
En su capítulo final, Génesis del San Lunes nos obsequia una exacta definición del oficio periodístico, ese andar por la vida de Alvarado durante prácticamente toda su existencia.
“Lo difícil es ser periodista y dedicar una muerte a cada noche y una vida a todas las mañanas, sean como la de hoy, rubias o, las de anteayer, nubladas. Y la dificultad empieza por dar, siquiera un miligramo de nobleza, a un adjetivo envilecido, en México, por toda suerte de mequetrefes, homicidas, leones, chantajistas y ratas administrativas. No hablaremos, ¡por Dios!, de los ‘acridios’, ni de quienes se precian de no haber leído un solo libro o de obtener mayor ganancia en lo callado por lo no dicho. Y periodista, antes de otra cosa, es ser reportero”.