Cada que se muere un atleta, nace una flor en Olympia. Los atletas alimentan el Valle Sagrado en el que, bajo el monte Cronos, no transita el tiempo. Año Olímpico. Vuelta de los dioses. Tokio se prepara para la magna cita griega. El ambiente es distinto. En este 2020, el caprichoso destino ha puesto fin a la vida de uno de los más extraordinarios clavadistas de la historia: Carlos Girón.
Nacido el Creta (como el pugilato y los ejercicios gimnásticos), el salto al agua, se convirtió en un agasajo para el ojo en las piscinas olímpicas modernas desde los inicios del siglo XX. Arte al aire, el clavado es un atrevimiento humano que quiere ser ave, aunque sea por escasos (¿dos? ¿dos y medio? ¿menos de dos?) segundos. El saltador quiere, además, dibujar la estética del cuerpo: vueltas, giros, extendidas formas de brazos y piernas. Hay erotismo en los clavados; no sólo valentía, no sólo osadía. Vertical aguja entra en la apacible forma del agua.
Carlos Girón se supo artesano del viento. El esfuerzo como modo de vida. Jovencito emprendió el viaje a los Olímpicos, en los que sería una costumbre. Los polos peleaban en la trinchera deportiva por la supremacía de los sistemas. Munich -el año de Septiembre Negro- fue un acontecimiento histórico. El homicidio de los atletas israelíes manchó de luto el programa olímpico. Grecia pedía tregua durante las competencias en la antigua Olympia. Las ideologías la rompían sin vergüenza. Carlos fue testigo de aquella tragedia. En Moscú 80, los clavados no contaron con la participación estadunidense. Los grandes saltadores, hasta entonces, llevaban bandera de barras y estrellas. Girón fue el embajador de una escuela occidental que se puliría tiempo después con esa obra de arte que llamaron Greg Louganis. Carlos asumió su papel histórico y dio la batalla al bloque soviético. Fue estafado con argucias de la peor calaña. El mexicano Daniel Bautista, el campeón olímpico de los 20 kilómetros de Montreal, no salió de un largo túnel en el que fue descalificado ante los ojos de millones de espectadores de todo el mundo. Eran las reglas, amorales, de los organizadores.
Inteligencia, gracia y carisma formaron parte de la personalidad de Carlos Girón. Generoso con las nuevas generaciones de clavadistas. Pero poseía algo más peculiar: llevaba humor en un país de serios, de solemnes. Sin esos ingredientes, el atleta del aire no se hubiera ganado el corazón de generaciones, que ahora sienten una especie de vacío por un gesto que comienza a ser presente póstumo. Cada que muere un atleta, una evocación sentida amanece en el corazón de los hombres que lo vieron convertir la proeza en sentimiento colectivo.
Mauricio