Martha

Hidalgo /

Hay tanta nitidez, que el simple recuerdo me regresa al lugar.

Ha de haber sido entre el 2000 y el 2003. Muy probablemente eran las seis y treinta de la mañana de algún domingo, porque eran los fines de semana cuándo me quedaba en su casa.

Casi siempre despertaba antes que mi primo y mi hermano. Mi hermano por lo regular dormía con ella, mi primo y yo en el cuarto pequeño de las camas, porque es donde teníamos la tele más grande y el nintendo.

Todas las mañanas veíamos el tenis, salíamos a regar las plantas, preparábamos el café con leche y el desayuno.

A veces lograba escaparme de no ir a misa, pero no siempre lo conseguía. Si había buen clima, llegaban mis tíos y mi papá y nos íbamos al bosque a andar en bici o en moto. Regresábamos para comer. Martha no perdonaba si no llegábamos. Era un momento “sagrado” para ella.

Si todo salía bien, terminábamos de comer e íbamos a la sala, donde todos (tíos y primos) platicábamos y discutíamos los acontecimientos de la semana. Martha siempre sacaba su estambre, sus agujas y se ponía a tejer. Tejía con amor y con delicadeza.

Dentro de las cosas más bonitas que guardo, están esos zapatitos de estambre que Martha me regalaba cada navidad.

Martha era todóloga, pero se especializó en algo: ser abuela.

Martha era mi abuela, mi segunda madre y mi alcahueta. Ahora es mi guía. 

Pensándolo bien, siempre fue mi guía. Me metió a jugar tenis, me enseñó a comer de todo, me inculcó el amor por el mundo, me regañó cuando era necesario y hasta la última vez que la vi, criticó mi forma de pensar. Definitivamente fue mi guía.

Te extraño y perdóname por favor. Perdón por no haberte abrazado más fuerte, pensé que te volvería a ver.

Te llevo conmigo en cada paso, en cada suspiro, en cada rincón de mi memoria.

Te veo al rato, en mis sueños y en tu altar. 

  • Miguel Ángel Tello Vargas
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