El jueves pasado me reuní por varias horas con colectivos de familiares de personas secuestradas y desaparecidas. Contaron sus historias y demostraron además su coraje de seguir en la búsqueda de sus hijos y de apoyarse entre sí. Personalmente, por un lado, me sentí devastada, pero por otro, esperanzada, porque de llegar a gobierno, podremos caminar con ellos para cambiar esta realidad.
México vive violencia extrema. Hay decenas de miles de personas desaparecidas, la mayoría jóvenes. Somos un país en el que quien sale a buscarlos son mayormente las mujeres de la familia, no las autoridades: madres, compañeras y hermanas abriendo surcos, picando piedra. Somos un país que amanece con noticias de fosas clandestinas con miles de restos humanos y con la incapacidad gubernamental de procesarlos genéticamente. Hay miles de personas ejecutadas, miles de mujeres víctimas de trata y de feminicidio y pueblos enteros desaparecidos. La violencia ha ocasionado el desplazamiento de miles de personas. En México, quien publica sobre esto, en ejercicio de su libertad de expresión —como periodista o como particular—, o quien reclama justicia por los hechos, tiene el riesgo de perder la vida.
Ante este escenario, el Estado ha sido incapaz de evitar las desapariciones y de encontrar a la mayoría de las personas; existen poquísimas sentencias que respondan a esta realidad; no se han investigado seriamente los contextos, las causas, ni quiénes son los autores materiales de los hechos y, en su caso, autores intelectuales, ni si son perpetrados por particulares, o por parte de agentes del Estado, o por ambos.
Quienes cuestionan la posibilidad de una justicia transicional en México ponen en duda que nos encontremos en un conflicto, que necesitemos nuevas instituciones de justicia para enfrentar la realidad, que el origen de la violencia no se adapte a otros modelos de justicia transicional, que los hechos a analizar aún no terminen. Lo que nadie puede negar con datos sólidos es que, al menos en los últimos 11 años, el Estado mexicano ha sido incapaz de frenar la violencia y de responder adecuadamente a la dolorosa realidad que vivimos. Dejemos de simular que en este país no pasa nada.
¿Pero qué tipo de justicia transicional queremos para México?
No existe un modelo único de justicia transicional, lo que sí existen son pilares que deben estar presentes en cualquier modelo: verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
¿Dónde están las personas desaparecidas? ¿Por qué esfumar a un pueblo entero? ¿Quiénes son los responsables? ¿Por qué la inactividad estatal? Podemos empezar con comisiones de investigación para la verdad de casos concretos (inquiry commissions), tal como ha sucedido en otras latitudes. Estas comisiones pueden ser un primer paso en la construcción de la transición a la paz y no excluyen pensar en una comisión de la verdad para todo el país a mediano plazo.
Para avanzar hacia la paz, es necesario no solo fortalecer el sistema de administración de justicia —con especial énfasis en fiscalías independientes—, sino también pensar en amnistía de conductas que no constituyan graves violaciones a los derechos humanos. Además, no podemos descartar la posibilidad de reducir las penas —no amnistiar— en otros delitos que, no siendo amnistiables desde el derecho internacional, el beneficio de la reducción de la pena sirva para conocer la verdad, es decir, condicionando la reducción de penas a información verídica y comprobada que conduzca, por ejemplo, a saber el paradero de las personas desaparecidas, a conocer a los responsables y a acercar a las víctimas y a la sociedad a un punto de reconciliación en el marco de la verdad, la justicia y la reparación. Nada de esto es ajeno a la experiencia comparada en la justicia transicional.
En términos de reparación integral, debemos pensar en un programa nacional de reparaciones y cuestionarnos si es exclusivo de la justicia transicional o se encuentra dentro de un contexto más amplio como el ya previsto en la Ley General de Víctimas o, incluso, algo intermedio. Lo cierto es que hoy no existe ni claridad ni uniformidad institucional a nivel nacional de la forma en que se repara una violación a los derechos humanos. Lo que es innegable es que existe una obligación constitucional de reparar dichas violaciones. Debemos apostar por las garantías de no repetición y las medidas de satisfacción como eje central, sin olvidar, claro, la indemnización.
Aquí hay que recordar que, como he dicho anteriormente, de poco servirá una justicia transicional si no atendemos y combatimos de forma paralela los orígenes mismos de la violencia.
Imaginar un sistema de justicia transicional para México es posible y urgente. Las experiencias comparadas —con aciertos y desaciertos— nos demuestran que, aunque es un proceso complejo, es factible imaginarlo y ponerlo en práctica. El centro son las víctimas; el presupuesto, el clamor social de paz y justicia. En esto último estoy convencida, ya llevamos un tramo andado. Tenemos la responsabilidad histórica de abrir la discusión y de hacer algo diferente.