Asumir una sexualidad disidente, hace 25 años, en una ciudad como Guadalajara, no era sencillo. Hoy narro mi experiencia
Septiembre de 1995 representa mi liberación, mi salida del clóset. En aquel entonces, a la edad de 18 años, solía asistir con un grupo de amigos, incluidas nuestras novias, a la discoteca de moda entre la gente joven de Guadalajara: “Plantation”. Una de esas noches, al salir del antro que se ubicaba en Ciudad del Sol, luego de dejar en sus casas a nuestras parejas, uno de mis compañeros de juerga, con cierto morbo dijo que, cerca de la calle Gigantes, justo en la Zona Roja, había descubierto lo que a su parecer era un bar gay.
La revelación me intrigó, pues hasta ese momento desconocía la existencia de tales lugares. Con aparente desinterés, para no levantar sospechas, le pregunté si sabía su nombre. Me dijo que no tenía idea, pero que, como estábamos por el rumbo, en ese momento lo averiguaríamos juntos. En la Calzada Independencia tomó la calle República hasta llegar a la 66. Luego dobló tres cuadras a la derecha y se estacionó frente a una finca azul cobalto adornada con engranes y otros objetos metálicos.
Al mirar hacia arriba descubrimos un letrero en la fachada con la leyenda “El Taller”. De entrada, el nombre me pareció extraño ¿Cómo era posible que un lugar frecuentado por homosexuales tuviera un apelativo tan macho? Estuvimos cerca de 20 minutos observando desde el coche la calle solitaria. Sólo vimos algunos transeúntes, de los cuales, ninguno ingresó al club de aires clandestinos.
Justo cuando decidimos partir, vimos que de un taxi bajó un hombre cuya imagen me ha perseguido durante 25 años. Aún lo recuerdo como un tipo alto, musculoso, viril y bien parecido, que con su ropa ceñida al cuerpo y sus botas y pelo de estilo militar, era la viva encarnación de una fantasía homoerótica. Con extrañeza y cierta fascinación, presenciamos cómo el atractivo y corpulento joven, de movimientos magníficos, dominantes y soberanos, ingresaba a “El Taller”.
Sábado por la noche
Durante una semana hice planes para visitar “El Taller”. Al llegar el sábado, salí de casa con el pretexto de los amigos. Tomé un taxi y pedí al chofer que me llevara a Javier Mina, pues me avergonzaba del lugar al que asistía. Caminé algunas cuadras en la oscuridad de la noche. Al arribar a mi destino observé que un muchacho barría la entrada. Le pregunté si podía ingresar. Me dijo que aún faltaba media hora para iniciar el servicio.
Luego me observó detenidamente y me cuestionó si sabía a qué tipo de lugar había llegado. Con falsa seguridad le dije que sí. Entonces me preguntó si yo era “de ambiente”, y ya no supe qué decir. Cuando me aclaró el término, con un nudo en la garganta asentí. Fue la primera vez que confesé mi orientación sexual a otra persona.
El empleado me invitó a pasar. Pagué cincuenta pesos de cover y me dirigí hasta la barra. Desde ahí observé lo que parecía una bodega industrial de dos pisos, con escaleras y mobiliario metálico, cuya única decoración eran posters de gran formato con dibujos que luego supe eran de Tom of Finland.
En punto de las 22:00 horas comenzaron los beats de la música electrónica, y la clientela llegó a cuentagotas. A la medianoche, cuando, para mi deleite y turbación se presentó un show de strippers, ya nos contábamos por decenas en el sitio.
Justo en ese momento vi que entraron cuatro vecinos. Asustado, quise esconderme, pero ya se dirigían a mí. De forma natural me saludaron y me brindaron su confianza. Luego tomamos un par de cervezas y me invitaron a un mejor lugar, pues para ellos “El Taller” era sólo la precopa. Acepté. Salimos, caminamos un par de calles y llegamos al bar que cambió mi vida y la de muchos homosexuales: el “Mónicas”.