Últimamente en México y en el mundo se ha visto envuelto en acontecimientos sociales que nos dan interminables temas de conversación en las tertulias cafeteras. La chamba de arreglar al mundo desde el café se nos ha puesto difícil, pues conflictos internacionales como los enfrentamientos separatistas en Cataluña o las manifestaciones en Chile llaman nuestra atención, sin embargo, lo prioritario en las disertaciones cotidianas, es, sin lugar a dudas, lo ocurrido en Culiacán, tierra del “shilorio” (con sh) y el aguachile. Los desafortunados eventos culichis han generado tanta información que bien pudiéramos escribir una novela negra o varios cuentos surrealistas. Pero en esta ocasión no me interesa tocar el tan resobado tema del narcoestado mexicano, más bien quiero remitirme a nuestra historia post revolucionaria, pues encuentro similitudes entre el conflicto de Ovidio y hechos ocurridos hace poco más de cien años, cuando un bandolero de nombre Pedro Zamora asoló todo el sur de Jalisco y gran parte de Michoacán y de Colima, convirtiéndose en un molesto dolor de cabeza para quienes intentaban dirigir y pacificar al país. Pedro Zamora, quien fue famoso por asaltar, secuestrar y violar tanto en haciendas adineradas cómo en rancherías pobres, aprovechó la oportunidad que le dio la lucha armada para sumarse a diferentes banderas revolucionarias y de esa forma intentar camuflarse en la impunidad social que le daba ostentarse como insurrecto. A veces, repartió algunas monedas entre los desposeídos, situación que colocó al bandolero en el imaginario de la miseria rural, como un forajido benefactor de los pobres. Sin embargo, Zamora debía muchas masacres y fue perseguido por las fuerzas del orden, mismas que pocas veces lograron “asosegarlo” o echarle el guante, y cuando esto último sucedía, nuestro personaje o se fugaba de las cárceles por medio de túneles y artilugios de escapismo (la gente decía que tenía pacto con el diablo), o lograba su libertad gracias a sus tropas, quienes sitiaban y asolaban a balazos y cañonazos las localidades donde estaba detenido. Una vez que Pancho Villa fue derrotado y que se acabaron las banderas revolucionarias, Zamora se apegó al Plan de Pacificación del presidente Adolfo de la Huerta y fue nombrado jefe político en el Cantón de Autlán en un afán por tranquilizar la región. Pero ya lo sabe querido lector, “perro huevero, aunque le quemen el hocico”. El bandolero siguió asaltando y conjurando alzamientos armados que le permitirían gozar de ese río revuelto donde los que ganan son los pescadores. Un buen día, el gobierno tuvo que aplicar la ley fuga para terminar con alguien que a todas luces era incorregible. Al final, nos queda una reflexión de tertulia, y con la premisa de que la historia se repite, me pregunto: ¿cuántos incorregibles tendremos en los mandos de gobierno con el afán de pacificar la nación?
Con “Ch” de incorregible
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Oscar Riveroll
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