Era como presenciar la proclamación de un rey.
Cada que entraba a un recinto, se escuchaban las trompetas, anunciando la llegada del faraón: Donald Trump. Entraba y sonaban las dianas. Caminaba y sonaban las dianas, marcando los movimientos del rey, como si fuera una escena de Star Wars.
La toma de posesión del Presidente de Estados Unidos fue casi una coronación. El emperador se mandó hacer un desfile militar y una cena de gala. Hubo músicos y cantantes que deleitaron a las cortes generales. Entre los invitados no había latinos, ni afroamericanos.
El rey Donald Trump mandó tocar su canción preferida, My Way, para decir que todo lo ha hecho a su manera y de hecho mientras bailaba cantaba con descaro A Mi Manera. Toda la Familia Real bailó la ridícula pieza ante la mirada conmovida de su séquito de lamebotas.
Un megalómano en la Casa Blanca. A ver si no manda poner en la Casa Blanca su enfermo letrero de Trump que coloca en sus hoteles, edificios y casinos en toda América, como él mismo llama equivocadamente a su país Estados Unidos.
Su esposa, Melania, despierta compasión en el acto solemne. La reina no habla, no opina, no existe. Da la impresión de que ella le tiene miedo. La reina no le tiene confianza al rey, y ni siquiera quiere sonreír, por temor a ser regañada o corregida. La relación entre el rey y la reina no es de tú a tú, ni de confianza. Es una relación en donde él es dominante. El rey la aplasta socialmente y no muestra la mínima cortesía hacia ella.
Suenan las trompetas en Washington. Suenan también las gaitas irlandesas. Anuncian la ascensión a la Corona. Anuncian la llegada del único y grandioso Donald Trump, el chiflado emperador de América.
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