Según la mitología griega, Casandra, hija de los reyes de Troya, poseía el don de la profecía que le fue otorgado por Apolo. Ante la negativa de Casandra de ceder a sus demandas sexuales, Apolo la maldijo para que nadie le creyera. Inicio esta reflexión refiriéndome a Casandra, a propósito del estupendo libro de Rebecca Solnit “Los hombres me explican cosas”, y en particular a uno de los ensayos que lo componen: “El síndrome de Casandra”, que se refiere a la forma en que se ha intentado desacreditar, una y otra vez, las voces de las mujeres que luchan por sus derechos, especialmente si cuestionan a quien ostenta el poder. Además, como señala Solnit, “si lo que dice tiene que ver con el sexo, la reacción pondrá en duda no solo los hechos aseverados por la mujer, sino también su capacidad de hablar y su derecho a hacerlo”.
Algunos pasajes de este ensayo resultan más que oportunos ante episodios recientes de la cotidianidad mexicana.
La semana pasada, fuimos testigos de las reacciones que generó la propuesta presentada por el titular del Ejecutivo Federal para que el Senado nombre como Embajador de México en Panamá a Pedro Salmerón, un ex-docente del ITAM, que ha sido señalado por estudiantes de esa institución por acoso.
Una vez más vimos cómo, lejos de dar crédito a sus cuestionamientos y a pesar de la creciente indignación que entre estudiantes, feministas y mujeres en general ha causado la misma, el presidente dio la espalda a las voces de mujeres que han manifestado haber sido víctimas de acoso, y simplemente las acomodó en el cajón de “intereses políticos de la oposición”.
Solnit señala la forma en que distintas generaciones de mujeres hemos sido objeto de toda clase de calificativos cuando nos atrevemos a alzar la voz y a denunciar; se nos define como “manipuladoras, maliciosas, conspiradoras, congénitamente mentirosas, o todo a la vez; podríamos llamar el Síndrome de Casandra”, señala la autora.
No se trata de afirmar, -como lo refiere Solnit- que las mujeres nunca mienten, sino de que se reconozca que sigue existiendo una reacción desproporcionada de descalificación cada vez que una mujer se decide a hablar.
La reacción presidencial ante las voces de víctimas de acoso y de organizaciones feministas es justamente eso: una descalificación automática a las voces de mujeres que se han atrevido a alzar la voz.
Las distintas formas de violencia contra las mujeres en el ámbito de poder no son exclusivas de un partido, ideología, poder o nivel de gobierno. Sin embargo, lo que puede diferenciarlas son las consecuencias de denunciarlas. Al final, el interés superior es erradicar estas formas de violencia, acabar con la impunidad y lograr la reparación del daño. Para lograrlo, resulta necesario iniciar por atender con seriedad las voces de mujeres y sus denuncias. Se trata, como dice Solnit, de “deshacernos de la maldición que pesa sobre las Casandras” que nos hablan a diario.
Pilar Ortega
@PilarOrtega