Pensar en el otro

Estado de México /

En su colaboración periodística más reciente, Gabriel Zaid (1934) pugna por favorecer el progreso moral frente al avance de la violencia, que cobra vidas y tergiversa la concordia social con acuerdos basados en una falsa ética: los criminales son hoy quienes preservan el orden público y garantizan la seguridad de poblaciones enteras frente a la amenaza de delincuentes rivales.

El llamado progreso moral nace como un segundo paso después de la utilización del fuego, la cocina y la agricultura, en el marco de una vida sedentaria; “no estábamos tan mal en la vida nómada, cuando andábamos de vagos por el Paraíso”, pero el progreso nos volvió arrogantes: superiores moralmente, afirma Zaid en ese extraordinario libro “Cronología del progreso” (2016).

Esa conciencia sirvió para desarrollar la superestructura que hoy nos cubre: producir por producir, pero con un componente ético: producir la más alta expresión posible de la imaginación, la materia y la técnica. Las refinadas materializaciones en cualquiera de los campos del quehacer humano tienen un culmen al que aspirar, pues las manos que lo produjeron dieron, al mismo tiempo, progreso y ruta a seguir.

La violencia actual se ha inscrito también en esa lógica: necesitamos incluir el comportamiento violento en la lista de las virtudes humanas y volcar nuestros afanes en perseguir modelos de conducta que la refinen. Hay muchos ejemplos en los periódicos y las series de televisión. Olvidamos que el costo es alto: la vida de cualquiera de nosotros.

Embriagados de una cultura de la muerte cada vez más normalizada en la vida social, ya no son tan sancionados moralmente la estafa o el robo, delitos menores frente al arrebatamiento de una vida, porque el estándar de lo tolerable se ha ensanchado moralmente. El ladrón presume en redes la graduación de su hijo y al día siguiente asalta a mano armada el transporte público. El ladrón exige su derecho a convivir legítimamente en sociedad.

¿Puede desmontarse esa maquinaria degradante? Hay claves para entender que el progreso de la violencia tiene en su germen su propia destrucción, pues se basa en el principio de la sobrevivencia del más fuerte, el más violento, lo que necesariamente implica la anulación del otro. En un régimen de sometimiento al que se expone la sociedad mexicana, la moral pública está bajo asedio: repetidamente se minimiza la rectitud ante al afán de notoriedad, la mesura ante la ambición y el bien colectivo ante el bien individual. En un país donde 400 mil personas pasaron de ser pobres a ser pobres extremos en cuatro años, bien vale la pena hacerse el cuestionamiento de si cualquiera de nosotros está cómodo con ignorar esos números: si el aumento de más de seis puntos porcentuales cada año en el número de personas desaparecidas nos deja indiferentes; si 5 mil 94 mujeres asesinadas por razones de género en seis años es una cifra “normal” y si más de 30 mil muertes por año relacionadas con el crimen parece una cifra tolerable.

Reivindicar el progreso moral frente a los excesos de los poderes fácticos es una tarea impostergable, pues los acuerdos de los que se deriva la cohesión social tienen que ser, ya, retomados en todas las esferas de la vida en sociedad: la casa, la escuela, el trabajo, los espacios de convivencia. Implica pensar en el otro. ¿Seremos capaces?


  • Porfirio Hernández
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