Salí preocupadísimo de la reunión.
Todo había sido muy cordial, sí, pero el mensaje fue inequívoco: mejor véndenos de una vez, porque vamos detrás de tu mismo mercado.
Y ese “véndenos” quedó muy generoso, pues en realidad se estaban refiriendo a que aportara lo que habíamos construido a lo largo de los últimos cuatro años a una nueva empresa, que ellos controlarían. Nuestro contenido, nuestros clientes y nuestro equipo pasarían entonces a ser parte de esa nueva organización —una que sería controlada y dirigida por ellos, claro.
¿Quiénes son ellos? Pues una empresa como mil veces más grande que la mía. Se dedican a otra cosa completamente distinta, pero siempre les ha gustado el espacio en el que estamos y —después de ver lo bien que ha reaccionado el mercado ante nuestro producto— decidieron que era momento de incursionar.
Tienen todos los recursos del mundo. T-o-d-o-s. Sonriendo, viéndome a los ojos, me aseguraron que le van a invertir todo lo que sea necesario para quedarse con mi mercado.
Pues sí, salí preocupadísimo. Esto sucedió en enero. Le marqué a uno de mis amigos para pedirle consejo. Él no lo vio tan grave. “Tranquilo”, me dijo. “No es fácil para una empresa grande meterse a otro segmento, por más que tenga toda la lana del mundo”.
Lo escuché. Hace sentido lo que dice. Pero sigo muy, muy preocupado.
¿Qué opciones tengo? Podría buscar yo también un socio rico. Quizás armar una ronda de inversión que me dé acceso a muchos recursos y usarlos para fortalecer mi empresa y acelerar el crecimiento. Defenderme mejor. Puede ser. No estoy completamente convencido.
Lo que sí sé es que no me interesa la propuesta que me hicieron. Cero.
Todos los días “escaneo” el mercado. Estoy esperando toparme en cualquier momento con este nuevo competidor. Pasa una semana. Dos. Tres.
Un mes. Dos.
De repente aparece. Sí se parece a mi producto. Bueno, al menos gráficamente. Usaron el mismo estilo de ilustraciones. Se ve que van tras los mismos temas.
Ok. Comienza. Veamos qué sucede con el mercado. Nada. O bueno, nada perceptible. Ya pasaron varias semanas. Nuestra empresa sigue bien. Creciendo. El ritmo no se ha desacelerado.
El producto de mi competencia, pues ahí está. A veces me parece que está muy bueno. A veces no tanto. Sí, sí tiene ciertas ventajas sobre el mío —en gran medida gracias a los recursos que le puede ofrecer la empresa que está detrás.
Pero también tiene varias desventajas importantes —y se derivan del hecho de estar ligado a una empresa grande, que tiene otro giro y que de ninguna forma puede poner en riesgo su negocio principal.
Entre una cosa y otra ya pasaron 11 meses desde aquella reunión “amenazante”. Sí, ya lanzaron su propio producto y sí, sí está bueno. Nada más que mi amigo tenía razón: no parece ser realmente una amenaza para mi negocio. O al menos no algo que esté poniendo en riesgo a nuestra empresa —hoy.
Claro, ayudó también que mi preocupación sirvió para “prendernos el cuete” y obligarnos a trabajar más. En todo el año no hemos aflojado: nuestro producto principal está sin duda mucho mejor y hemos lanzado al menos un par de productos complementarios, nuevos, que generaron mucho valor en el año.
Only the Paranoid Survive, diría Andy Grove.
En fin, fue un buen año. Mi competidor me ayudó a que así fuera.
Epílogo: el viernes me llamó una amiga. Resulta que se topó al competidor en un evento, y él le dijo que vienen con todo. Que van a invertirle fuertísimo a su producto. Quieren mi mercado. Por increíble que suene, estoy preocupadísimo.