Ayer, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, publicó un artículo en The Washington Post, en el cual expone los argumentos y principales propuestas de su reforma judicial, un tema largamente esperado por la opinión pública de su país (“My plan to reform the Supreme Court and ensure no president is above the law”).
De esta forma, el debate sobre el “gobierno de los jueces” o la critocracia se instala de lleno en el centro de la democracia más antigua y señera del mundo occidental y del continente americano, tal y como está sucediendo en Israel, España y, por supuesto, México.
“Esta nación fue fundada sobre un simple y aún profundo principio: nadie está por encima de la ley. Ni el presidente de los Estados Unidos. Ni un ministro de la Suprema Corte de Justicia. Nadie”. ¿Le suena esta frase, estimado lector, lectora?
“La Corte está sumida en una crisis ética. Escándalos que han envuelto a varios ministros han causado cuestionamientos públicos a la independencia de la Suprema Corte, la cual es esencial para cumplir fielmente su misión de hacer justicia ante la ley”. ¡Ejem, ejem!
“Tengo un gran respeto por nuestras instituciones y la separación de poderes”, argumenta Biden en su inusual artículo. “Lo que está sucediendo ahora no es normal y socava la confianza del público en las decisiones de la Corte, incluidas las que afectan las libertades personales. Ahora estamos en un punto de ruptura”. ¡Puff!
El presidente Biden propone tres reformas para “restaurar la confianza y la rendición de cuentas en la Corte y en nuestra democracia”; una Corte, recordemos, integrada por nueve ministros, de los cuales, actualmente, seis son de tendencia conservadora y tres de tendencia liberal.
La primera reforma plantea que se eliminen los nombramientos vitalicios en el tribunal máximo. Señala que el Congreso debería aprobar una legislación para establecer un sistema en el que el presidente en funciones designe a un juez cada dos años, y que solo duren 18 años en la Corte. Esta temporalidad haría “más predictible y menos arbitrario” el proceso de integración de la Corte.
La segunda reforma propone al Congreso una legislación que establezca un código de ética judicial que exija a los jueces revelar los obsequios que reciben, abstenerse de la actividad política pública y recusarse de los casos en los que ellos o sus cónyuges tengan conflictos de intereses financieros o de otro tipo.
La tercera reforma plantea una enmienda constitucional que revise el fallo reciente de la Corte sobre la inmunidad amplia (fuero extendido) a los expresidentes de los EUA, que permitió a Trump no ser juzgado antes de la próxima elección por los diversos cargos que le fueron imputados en los últimos años (desde sedición hasta seducción pagada con recursos de campaña).
Las comparaciones son odiosas, pero a veces ilustran. La reforma judicial de Biden se parece, en sus lineamientos y motivaciones, a la que tuvimos en 1994, con el entonces presidente Zedillo (rendición de cuentas y moral pública judicial). No se plantea cambiar la fuente de legitimidad ni el origen de la representatividad de los impartidores de justicia, como sí lo hace radicalmente (de raíz) la reforma del presidente AMLO, con la elección mediante sufragio popular.
Pero hay otra diferencia de contexto: Biden no tiene la mayoría calificada del Congreso federal, mientras que AMLO está a escasos escaños de lograrla.