Doctor Castellanos Tzompa, perdóneme la tardanza en responder. Desde el lunes 10 de abril me prometí atender su comunicación y he sido un desconsiderado. No suponga que mi falta se explica por carencia de tiempo, sino por la inmadurez de los argumentos que andaba buscando. Le habrá sucedido que, suponiendo en la cabeza lo que uno quiere decir, a la hora del papel las razones se ponen necias.
Además, debo contarle que sus palabras llegaron justo cuando los dos energúmenos que habitan dentro de mí se habían arrojado a uno de sus peores duelos. Le agradezco la generosidad de sus frases y al mismo tiempo le confieso que, en parte, por ellas perdí más de una hora de sueño. Dirá que le estoy otorgando más mérito del que la justicia aconsejaría, pero así sucedió. Cuando en su comunicación me exhorta “a seguir explorando la faceta de escritor,” uno de los dos energúmenos sacó los colmillos y mordió al otro donde más le dolía.
Somos legión quienes nos hemos dedicado, a lo largo de una misma biografía, a tejer textos que a veces son periodismo y otras literatura. Y, sin embargo, la frecuencia del doble oficio no sirve para resolver las contradicciones de personalidad que con igual frecuencia provocan angustia.
Un par de semanas después de leerle tuve el privilegio de volver a visitar el sitio arqueológico de Cobá y ahí los demonios hallaron una narración que los aplacó un poco. Tiene que ver con las estelas mayas repartidas dentro de esa ciudad escondida bajo el bosque.
Siendo usted chiapaneco sabe de qué le estoy hablando. La cultura maya dejó escrito su rastro en una profusa serie de piedras labradas con jeroglíficos, gracias a las cuales es hoy posible aproximarse a las personas que edificaron esa civilización magnífica. Sin embargo, en Cobá y otras poblaciones, se han encontrado también estelas pulidas por el frente y burdas en el resto de sus costados, que por lo general decoran plazas o se hallan, como punto de referencia, en el cruce de los caminos.
No contamos con una idea precisa del propósito de estas otras piedras, menos célebres y también derrotadas desde el plano estético. Sin embargo, hay arqueólogos que aventuran una explicación plausible. Mientras las estelas labradas sirvieron para asegurar la trascendencia de ciertos hechos, las estelas lisas contuvieron información relevante para el momento, pero banal frente al transcurso del tiempo.
Se cree que las estelas lisas eran vestidas con pieles de animal donde se dibujaba y comunicaba lo cotidiano. Quiero imaginar, por ejemplo, la fecha de la llegada de un cargamento de sal o la publicidad del próximo juego de pelota. Quizá también el anuncio de un matrimonio y hasta la visita de un señor poderoso que vivía en el reino vecino.
En contraste, las estelas labradas inmortalizaron personajes ataviados con la elegancia de la época, a cuyos pies se arrodillaban prisioneros en actitud de súplica.
Forzado a simplificar con esta metáfora resultaría que las estelas labradas habrían sido material para escritores, mientras que las otras lo serían para periodistas. Ahora entenderá por qué, recorriendo los sacbé de Cobá volví a pensar en sus palabras.
Me atrevo a decir que ambos demonios tienen en común una misma obsesión por plasmar los rastros que van dejando las cosas, los sucesos o las personas. No es casualidad que la palabra estela sea sinónima del término rastro. La cauda del cometa consigna un milagro similar.
Creo que esta historia de las piedras mayas ayuda a conciliar el ego de los dos energúmenos porque aconseja atención para discernir entre aquello que, siendo relevante, no merece trascender, y lo que debe trascender, aunque en el momento no sea relevante.
No quiero lavarme las manos, pero ahora me siento más confiado que hace dos meses para afirmar que es el objeto representado lo que convoca ordenadamente a que cada demonio salga a escena.
Frente a esas historias que solamente pueden contarse con la literatura, están aquellas que sin el periodismo se esfumarían. Me acuso aquí de ser un oportunista epistemológico. (Perdone la petulancia, me encanta el concepto). Un utilero que, según la representación asignada para cada función, a veces utiliza las luces y en otras ocasiones carga el escenario con mobiliario pesado. En efecto, cada tema exige a la pluma, no solo un tono y una métrica, sino también su propio género.
Podría despedirme en este punto, pero de hacerlo me estaría guardando lo más importante. Cuando usted me exhorta a darle mejor trato al energúmeno de la literatura, lo que en realidad desafía es el tiempo dedicado a cada estela. Dado que los dos oficios son devoradores compulsivos de tiempo, los segundos dedicados a la piedra lisa significan el sacrificio de la estela labrada y viceversa.
Le cuento que hace unos diez años, un hombre del que aprendí mucho también echó un balde de agua sobre estos demonios. Me refiero a Vicente Leñero, quien con gran talento desempeñó ambos oficios. Ingenuo y con ansias de novillero le conté que deseaba ver llegar el momento en que pudiera dedicarme solamente a escribir literatura. Creo que con torpeza puse como ejemplo a Mario Vargas Llosa, no porque pueda yo competir con su arte, sino porque ese escritor se jacta de haber redactado todos sus libros en horarios laborales —de nueve a cinco—, en vez de haberlo hecho en el calendario que las otras tareas lo permiten.
Leñero me corrigió con una generosidad similar a la de su comunicación: “el escritor es un sujeto —sentenció— que escribe mientras está haciendo otra cosa”. En el caso de Leñero y en el mío esa otra cosa ha sido el periodismo. Pasado el tiempo, conseguí una revelación igual de importante: de su lado, el periodismo es lo que uno hace mientras está escribiendo.
Se me acaba el espacio, pero antes de concluir necesito citar a alguien más en esta página. Federico Reyes Heroles afirmó alguna vez de Alfonso Reyes que jamás habría sido tan magnífico escritor sin haber ingresado a la letra por la puerta del periodista. O, dicho en mis términos, Reyes no habría sido tan dotado para las piedras labradas sin explorarse antes en las piedras lisas.
Disculpe usted si lo he abrumado contándole sobre mis energúmenos y sus debates. En cualquier caso, debo agradecerle que me haya convocado a cuidar mejor un equilibrio sin el cual me quedaría desierto.