Ayer me escribió la abogada Verónica Garzón para contarme una buena noticia relacionada con un caso que narré en estas páginas en julio pasado. Tiene que ver con Xóchitl Ramírez Velasco, una mujer a quien la autoridad detuvo en mayo de 2023 acusada de participar en un secuestro ocurrido nueve años atrás.
“Resulta que en la última audiencia —relata la abogada Garzón— fue la víctima a dar su testimonio y cuando el Ministerio Público preguntó si la persona que la secuestró estaba en la sala de audiencias, la señora negó que fuera ella”.
Esta no es la única prueba de la inocencia de Xóchitl. El juzgado cuenta con evidencia abundante de que se está procesando a la mujer equivocada. Por ejemplo, sabe que la acusada no pudo estar en dos lugares al mismo tiempo: el mismo fin de semana en que ocurrió el plagio, Xóchitl participó en un evento social que duró todo un día. Al menos diez personas distintas capturaron con sus dispositivos celulares imágenes donde la falsa delincuente aparece retratada.
Me apuré a felicitar a la abogada Garzón por la noticia. Ella respondió, sin embargo, con cautela: “esperemos que con esto sea suficiente para que no la condenen, pero nada es seguro, desafortunadamente”.
Olvidé por un momento que en esa conversación ambos estábamos refiriéndonos a la justicia mexicana: en mi país es poco relevante tener la razón, incluyo la razón jurídica.
Desde que el juez ordenó su captura, Xóchitl sobrevive acosada por una crisis de epilepsia que ha destruido su salud. Si un día logra quitarse de encima el estigma por haber sido señalada como criminal, no habrá quién le devuelva la paz y los años tras las rejas.
Su caso no es excepcional. Un mes antes dediqué otra columna, también en estas páginas, al caso de Juana Hilda González Lomelí. A ella la justicia la privó de la libertad durante casi veinte años por participar en un supuesto plagio y un asesinato cuya víctima —Hugo Alberto León Miranda (alias Wallace Miranda)— dejó un largo rastro de pruebas de vida posteriores a la fecha en que su madre, en complicidad con la autoridad, fabricó su acta de defunción.
A pesar de que Juana Hilda fue liberada por la Suprema Corte, cuatro meses después la Fiscalía General de la República (FGR) solicitó que se revirtiera esa decisión para devolverla a la cárcel. El absurdo fue promovido por el fiscal Alejandro Gertz Manero y su asesor, Samuel González, quien coincidentemente ha sido el abogado consentido de la (difunta) señora Isabel Miranda de Wallace.
No bastó con que a Juana Hilda se le arrebataran dos décadas de su vida, tampoco con que sus hijas crecieran lejos de su madre. No fue suficiente la tortura sufrida para arrancarle una falsa confesión, ni el intento de asesinato orquestado durante la madrugada siguiente, para que no pudiera retractarse de aquel testimonio manipulado.
La crueldad de la justicia mexicana es una máquina que no sabe detenerse. Por eso Brenda Quevedo Cruz, relacionada también con el caso Wallace, no ha tenido mejor suerte. A ella la detuvieron hace dieciocho años y desde entonces no ha conseguido que un juez le conceda sentencia siquiera en primera instancia. Por recomendación de la ONU, hace poco más de veinte meses ella logró salir de una cárcel de máxima seguridad y hoy se encuentra en prisión domiciliaria, dentro de un departamento que no supera los cincuenta metros cuadrados.
Su situación recuerda a la de aquellos personajes de la obra de teatro de Samuel Beckett, Esperando a Godot. Todos los días aguarda a que la justicia mexicana le devuelva la libertad que le arrebató la posibilidad de ser madre, la proximidad con sus seres queridos y el deseo de tener pareja, entre otras infames privaciones.
El pasado mes de octubre, Brenda y su coprocesado, Jacobo Tagle Dobín, exigieron al juez que lleva su asunto que cerrara ya su caso y procediera por fin a dictar sentencia. Sin embargo, la FGR de Gertz se opuso a tal cosa. A esta dependencia le parecieron pocos los años que lleva la justicia sin resolver y pidió que se aplazara la conclusión argumentando que, como recién arribó un nuevo juez al juzgado, sería necesario mayor tiempo para que el funcionario estudie el asunto.
Tal petición llegó acompañada de otro documento firmado por el representante de la señora Miranda de Wallace quien, a pesar de contar —igual que Hugo Alberto—con un acta de defunción, sigue muy activa en el proceso relacionado con los falsos asesinos de su hijo vivo.
Para Xóchitl, Juana Hilda y Brenda la existencia se ha convertido en una suspensión indefinida. A diario se repite el mismo absurdo de saberse víctimas de una tremenda arbitrariedad y, sin embargo, su vida se halla atrapada en un tiempo circular sin sentido. Hay días en que el emisario de Godot viene a dar buenas noticias, como la que me hizo llegar ayer la abogada Garzón, o bien la sentencia de la Corte que liberó a Juana Hilda o la recomendación de la ONU que sacó a Brenda del Cefereso 16 de Morelos.
Pero la implacable fortuna retoma su inercia a la mañana siguiente. De nada sirve a Xóchitl que la víctima no la haya reconocido, o que la Corte haya desechado la confesión de Juana Hilda, considerándola como una prueba inválida, o que esa misma evidencia debiera obligar al nuevo juzgador para que sentencie la inocencia de Brenda.
En estos tres casos y otros varios cientos, si no es que miles, la indolencia de las fiscalías hace que Godot —la Justicia con mayúsculas— no llegue.
Tantos delitos que el Ministerio Público tendría que perseguir con plena concentración y, sin embargo, la FGR continúa empeñada en distraerse con diligencias que destruyen la existencia de mujeres inocentes.
En palabras de Beckett, “vivimos esperando, aún si sabemos que nada pasará”.
¿Cabe que esta vez la llegada de Ernestina Godoy a la FGR rompa el absurdo y su eterno retorno? Se lo merecerían Xóchitl, Juana Hilda, Brenda y muchas otras mujeres cuya existencia ha sido devorada por el autoritarismo justiciero a la mexicana.