La manía que los seres humanos desarrollamos con las grandes ficciones sociales se parece mucho a la narración que aparece en Las Mil y Una Noches a propósito del primer viaje de Simbad el Marino.
Después de emprender un largo y penoso camino, el aventurero encuentra un lugar que él supone paradisiaco. Una isla exuberante y bellísima que mereció los aplausos eufóricos de su tripulación. Un sitio poblado por arboles inmensos y manantiales, por verdes jardines y cientos de palmeras tan dignas como despeinadas.
Los corazones ansiosos empujaron a cada sujeto hacia la orilla de aquella isla. Tan hipnotizados estaban que por desgracia menospreciaron los signos de alerta: la tierra era rugosa, soltaba un extraño calor y al marchar sobre ella era difícil tenerse en pie.
Antes de que cayera la noche, alguno de los recién llegados encendió una enorme fogata en el centro de la isla. Cuando la llama cobró altura ocurrió el primero de una cadena de temblores que terminaron por derrumbar toda la vegetación.
De golpe aquellos marinos fueron arrojados a la inmensidad oscura del océano sin poder comprender lo que estaba sucediendo.
Lo que creyeron una isla era en realidad el lomo de una inmensa ballena —la más grande que marino alguno hubiese visto— que el fuego imprudente despertó de su letargo.
“¿Una ballena dormida en medio del mar, por tantos años?, se interrogó Simbad. “¿Cómo echaron raíces los árboles y las palmeras? ¿Cómo la vegetación creció tan exuberante, cuánto tiempo tuvo que estar dormida para que la naturaleza se confundiera así?”
Sin su tripulación ni su barco, Simbad salvó la vida milagrosamente gracias a una cubeta de madera que pasó flotando a su lado.
Este relato medieval viaja hasta nuestros días como alegoría pertinente de la ceguera masiva a propósito de la realidad sobre la que estamos parados.
¿Cómo debe llamarse —se pregunta Peter Sloterdijk— a quién, una vez que se ha hecho cargo de las grandes cosas —de una ballena tan grande como una isla, por ejemplo— no puede abandonarlas más?
Este filósofo alemán propone el término megalópata para referirse a quien vive trastornado con lo extraordinario, o más precisamente, a quien, después de haber tocado el lomo de las grandes cosas, se vuelve insensible respecto de las señales mas pequeñas que aportan consciencia.
El megalópata, deslumbrado por el paisaje, desatiende los signos del riesgo que, sin embargo, exigen ser tomados en cuenta. Esta metáfora es esencialmente política y es pertinente en estos tiempos de posverdad. La negación de los datos, o peor aún, la fabricación de informaciones alternas son descalabro cotidiano de las comunidades contemporáneas.
En La revancha de los poderosos, Moises Naim se vale de otra buena metáfora para abordar las consecuencias del engaño social deliberado y masivo. Recuerda la manera en que las empresas cigarreras solían sembrar información falsa, pero pretendidamente científica, para que las personas fumadoras continuaran abusando del tabaco.
Igual que hoy hace la industria dedicada a producir y distribuir alimentos ultraprocesados, se inunda a la sociedad con sesudos estudios, muy bien pagados, dedicados a demostrar que la salud de las personas consumidoras está a salvo.
Esos documentos han servido también para argumentar ante los parlamentos y las autoridades la supuesta falsedad de las críticas y las advertencias.
La posverdad es una realidad alternativa, un universo paralelo, tejido con ingenio a partir de mentiras o medias verdades, que permite a una gran mayoría vivir en la inconsciencia a propósito de temas o asuntos que deberían ser tomados con seriedad.
Tales campañas pseudocientíficas se parecen mucho a la propaganda que los gobiernos desarrollan en épocas de guerra. Con tal de mantener a las sociedades movilizadas y dispuestas a sacrificarlo todo por la nación, surge una narrativa capaz de convencer sobre el triunfo inminente dentro de una confrontación bélica que en realidad se está a punto de perder.
La poseverdad no es una realidad alterna creada para engañar a una sola persona. Abusando de nuevo de las referencias literarias, Robinson Crusoe estaría vacunado frente a este fenómeno. Aquel naufrago de Daniel Defoe podría engañarse a sí mismo o, en el peor de los casos, confundir o dejarse confundir por Viernes, pero, a diferencia de Simbad el Marino, Crusoe no sería responsable del ahogamiento de toda una tripulación.
La posverdad es colectiva y, sobre todo, está ligada a la explotación de megamentiras dispuestas para engatusar a miles, quizá a millones de personas. Se trata de un fenómeno esencialmente político porque reúne, galvaniza, moviliza y encamina multitudes hacia su propia desventura.
La posverdad es propaganda arrojada para convencer masivamente por quienes ostentan algún tipo de poder y es elemento clave para su éxito el protagonismo de uno o varios megalópatas,.
Es decir, de personas cuyo liderazgo haya sido trastornado a tal punto por las cosas grandes que se desvanece la capacidad para considerar señales más sutiles y muchas veces mejor cargadas de significado.
Es decir que la posverdad sin megalopatía sobrevive mal y poco. De ahí que la responsabilidad del incendio y la ballena que arroja a los marinos al océano deba atribuirse a quienes, en nuestro tiempo, tienen fascinación por sí mismos y por las mega ficciones sociales que les incluyen como actores fundamentales.
Cierro esta reflexión con una última cita, otra vez Sloterdijk: “lo humano en el Estado es la búsqueda del justo medio.”
Ciertamente, mientras la megalopatía es propia de individuos sobrehumanos, la justa medianía permite que el Estado sobreviva a las ficciones políticas que intentan suplantarle.
En efecto, frente a la tragedia de la posverdad, solo el Estado que puede administrar las cosas grandes a partir de seres humanos comunes y corrientes. Simbad el Marino pudo contar su aventura porque fue salvado por un mísero cubo de madera. Fin de la metáfora. _
Ricardo Raphael
@ricardomraphael