La Rata y el Amarillo están entre las diez personas más ricas del mundo. Desde que estudiamos la secundaria sabía que eran gente lista, pero nunca imaginé que llegarían tan lejos.
Ayer topé con una nota en internet a propósito de Mancia, la empresa que crearon hace poco más de una década. Según la revista Forbes, quienes fueran mis compañeros de aula se encuentran en el selecto grupo de inversionistas del proyecto número uno de inteligencia artificial en todo el planeta.
No comenzaron su negocio en la cochera de alguno de sus padres, como otros de su mismo pedigrí tecnológico, sino en un cuarto polvoso de la casa de la abuela del Amarillo. A esa anciana solíamos visitarla para que nos adivinara la vida a partir de los dibujos que deja el café en el fondo de una taza.
Recuerdo que aquella lectora tenía los ojos y la nariz grandes y hablaba con la voz de una fumadora profesional. No sabría decir si fue turca o libanesa, en cualquier caso, era la heredera legítima de una tradición antigua.
De tanto observar a los clientes que iban y venían, a la Rata se le ocurrió poner sobre la muñeca de una mujer uno de esos relojes que miden las pulsaciones del corazón y la presión arterial. La abuela ayudó a convencerla y el Amarillo conectó luego ese dispositivo a una computadora; como si fuera un polígrafo, se dedicaron a registrar las reacciones vitales de la persona, mientras su pariente la consultaba.
Aquello comenzó como un juego, pero luego aquel dispositivo evolucionó para convertirse en una manga ajustable de neopreno que cubría desde la muñeca hasta la parte superior del brazo. Gracias a este ingenioso aparato podían detectarse los signos que cambiaban el ánimo de los clientes a partir de cada frase pronunciada por la lectora de café.
—Aquí veo que heredarás una casa grande— y las pulsaciones del corazón se
aceleraban.
—Tu marido tiene una amante— y la manga informaba sobre el aumento de la sudoración.
Cuando el Amarillo pidió a su abuela que se colocara un audífono en el oído, ella puso reparos. Una cosa era que esos muchachos quisieran medir la reacción corporal de sus visitantes y otra muy distinta que pretendieran darle instrucciones sobre cómo leer la suerte.
La Rata y el Amarillo estaban decididos a subir al siguiente piso de su experimento. La idea era invertir las variables y probar si con los datos recabados por la computadora era posible manipular los signos vitales de los clientes a partir de los comentarios emitidos por la abuela.
El ensayo salió tal como habían planeado. Aquellos jóvenes desarrollaron un programa que indicaba una serie de palabras clave que debían ser pronunciadas para alegrar al sujeto.
La clientela de la abuela creció en muy pocas semanas. Se corrió la voz y pronto todo el vecindario quería visitarla, no porque esa mujer pudiera predecir el futuro sino porque era capaz de adivinar lo que la gente necesitaba escuchar: las personas salían de cada consulta más guapas, más inteligentes, más queridas, más resueltas, más seguras de sí mismas.
El siguiente paso superó al anterior: la Rata y el Amarillo hicieron que su programa fuera capaz de leer fuentes abiertas para alimentar la base con información alternativa: secretamente las cuentas de Facebook de la clientela de la abuela fueron espiadas para recopilar datos personalísimos como fotografías, contactos, lugares visitados, restaurantes favoritos, estados de ánimo, estatus relacional o preferencias amistosas.
Así fue como estos genios se incorporaron al negocio de la inteligencia artificial. El cruce de información obtenida en la sala de aquella casa vieja con los datos coleccionados por su robot provocó un milagro escalable.
Antes de que el experimento cumpliera un año, dejaron a la abuela en paz y abrieron una decena de lugares pequeños, supuestamente dedicados a la cafeomancia, como se conoce a la lectura del café; contrataron para atenderlos empleadas mayores con apariencia similar a la fundadora.
La clientela no lo sabía, pero sus gustos y preferencias se volvieron oro molido a la hora de seguir alimentando a Mancia, el programa de inteligencia artificial que con bastante precisión podía hacer feliz a su clientela en un sinnúmero de situaciones.
La necesidad de escuchar mentiras es mayor a cualquier otra carencia. Conscientes de ello, la Rata y el Amarillo extendieron los servicios de consulta en temas tan variados como la astrología, la angelología, el tarot, los viajes astrales, el espiritismo y cualquier otra práctica esotérica que sirviera para dar de comer a un programa de inteligencia artificial cada día más ávido de manipular a sus víctimas.
Una vez que se dieron cuenta de que podían descifrar los gustos se acercaron a los comercios del barrio para ofrecer sus servicios. En ese momento, los usuarios de Mancia eran ya una mera estadística útil para medir tendencias generales.
El siguiente producto fue diseñado específicamente para psicólogos y terapeutas. La tecnología era la misma: una manga de neopreno y un auricular discreto en el oído. Sin embargo, fue sustituida la taza de café por un sillón cómodo capaz de detectar el más mínimo movimiento de los pacientes: la pierna que baila, el sentado rígido, los rasguños discretos en la tela o los cambios de voz.
Fue por esta misma época que el programa diseñado por Mancia extendió su necesidad alimenticia hacia bases menos accesibles como los expedientes médicos, los registros oficiales, los seguros de vida, los asientos policiacos y otros pormenores que afinaron la habilidad de la empresa para decirle a sus clientes lo que necesitaban escuchar.
Lo último que supe, antes de leer la noticia de esta mañana, es que Mancia desarrolló un producto especial para los profesionales de la política. Ofrece consultoría en una variedad extensa de asuntos, todos igualmente vinculados con lo que la gente quiere oír.
La abuela del Amarillo, de haber sobrevivido, hoy sería una mujer muy rica. Murió a los noventa, creyendo equivocadamente que el negocio de su nieto era una mera travesura sin relevancia.