Las cuatro letras /III

Ciudad de México /
Las elecciones se habían vuelto un asco, pues los criminales se habían metido en ese negocio. CUARTOSCURO

El ocio y las imprudencias van de la mano. De haber estado ocupado en otro caso muy probablemente el detective Mike Parodi habría dejado en paz el caso de la casa pintada con las cuatro letras. Aunque la coincidencia hizo también lo suyo cuando las dos hebras de una misma cuerda se juntaron frente a sus ojos.

Si bien el tío Luis había exigido que no investigara más, no se aguantó a la hora de confirmar que el allanamiento tuvo como propósito reclamar al inquilino de esa casa por un pacto incumplido.

Mike se aburrió de tanto dar vueltas en la cama preguntándose cómo era posible que el hijo de un político tan importante tuviese deudas con ese cártel. Aún le quedaban un par de esos cigarrillos que apestan a clavo así que se llevó uno a la boca, lo encendió y después se dirigió a la cocina.

Sacó del refrigerador una lata de refresco de cola y, a través de la pantalla de su celular, se puso a escarbar en los archivos de la red buscando menciones recientes sobre esa organización criminal. Entre otras, dio con una nota que tenía unos seis meses de haber sido publicada.

Un par de minúsculas cenizas oscuras volaron hacia el suelo cuando el detective apagó la colilla contra el fondo de un plato pequeño. Medio año atrás se habían celebrado las elecciones nacionales y, de acuerdo con ese texto de periódico, el cártel de las cuatro letras había ayudado a que uno de los partidos contendientes ganara en una zona muy poblada en los márgenes de la Ciudad de México.

De acuerdo con el autor del artículo ese grupo criminal se había encargado de que los comicios sucedieran de manera ordenada y también había aportado votos. 

“¿Y si el Jr. participó en ese enjuague?,” se preguntó Parodi.

El detective calculó que era buena hora para contactar con la persona que podría ayudarlo a despejar esa interrogante: un funcionario de la Agencia de Investigación Criminal que, igual que el Jr. tuvo que mudarse a vivir lejos del país.

Parodi calculó las siete horas de diferencia que lo separaban de ese sujeto y se animó a enviarle un mensaje con un breve saludo. El contacto respondió casi de inmediato. Mike supuso que, en ese remoto lugar de retiro al otro lado del mar, el ex agente estaría muriendo de aburrimiento.

Sin mayor prologo el detective preguntó si tenía información que vinculara al Jr. con el cártel de las cuatro letras. Esta vez la contestación tardó en llegar. Después de cinco minutos apareció en la pantalla del dispositivo de Mike una escueta advertencia: ¡Tema muy delicado!

Pero el detective no se amilanó: ya sabes que no me gustan los casos sencillos, contestó.

De nuevo transcurrió un lapso que a Parodi le pareció eterno. Tanto que le permitió alcanzar la cajetilla con el último cigarrillo que había dejado en su recámara.

El Jr., como tú lo llamas, se metió con gente pesada y luego no cumplió. Por eso andan tras él.

Mike presionó: ¿cuál fue el negocio?

Desde la comodidad de la distancia el agente corroboró lo que el detective ya suponía: votos a cambio de impunidad.

No fue que Parodi fuera un genio, como la inmensa mayoría que no estaba dispuesta a cerrar los ojos el detective sabía de estos arreglos que, elección tras elección, se habían hecho comunes. Las empresas criminales se habían vuelto un actor decisivo de los resultados en las urnas, bien porque cobraban a cambio de proporcionar paz durante las campañas y sobre todo el mero día de las elecciones, o porque de plano movilizaban a los votantes.

Sin embargo, el detective desconocía el nivel tan alto en la jerarquía política dónde estos arreglos se resolvían y tampoco le había tocado ser testigo de las represalias que podían caerle a los incumplidos.

“Si el Jr. tuvo que salir del país, con todo y su esposa, fue porque al final no puso su parte”, reflexionó Parodi.

El dispositivo del conocido de Mike se desconectó y el detective apagó las luces de la cocina. Quiso llamar en ese mismo momento al tío Luis para hacerlo enojar con su descubrimiento porque, desde la semana anterior, le había exigido que dejara en paz al Jr.

En vez de ello, a las siete de la mañana se presentó fuera de su domicilio. Para esa hora encontró al tío recién bañado, se había peinado el bigote y también su cabellera escasa que, gracias a un tinte rojizo, mantenía ocultas las canas.

El sujeto estaba a punto de partir rumbo a la estación de policía, así que propuso a Mike que lo acompañara en el viaje dentro del auto.

Tal como el detective había calculado, el tío Luis enfureció al escucharlo:

—¿No te quedó claro que concluimos el trabajo cuando averiguaste los nombres de las personas que pintarrajearon las paredes de la casa del Jr.?

—¿Te das cuenta de la gravedad? —se defendió Mike.

–No son asunto mío las razones por las que se metieron con ese muchacho?

—¿Ya dejaste de ser policía?

—Sabes bien a qué me refiero. Este trabajo no lo hice como policía.

Mike contó al tío la versión compartida por el ex agente de investigación criminal. Luis conocía bien a ese sujeto, al que nunca le había tenido confianza. No obstante, le pareció verosímil. Las elecciones se habían vuelto un asco; ya no sólo se trataba de que los partidos compraran votos, también los criminales se habían metido en ese negocio.

—¿Cómo le va a hacer el papá del Jr. para traerlo de vuelta al país?

—Interrogó Mike.

—Ese problema continúa pendiente –confesó el tío Luis.

—¿Te estás haciendo cargo de eso también? –quiso saber el detective.

—Ajá…

—He de asegurarme de que lo dejen en paz.

—¿Cómo?

—No lo voy a hacer solo. 

 Continuará.


  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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