Mi abuelo y 'el Charro Negro'

Ciudad de México /

A tres años y medio de su boda, mi abuela quedó viuda. Ella tenía veinticuatro y estaba embarazada de mi mamá cuando perdió a su marido de un disparo en el corazón. Décadas después, una camisa ensangrentada testimonia la herida familiar


Sabíamos que esos objetos estaban perdidos en algún sitio de la casa. Cuando murió la abuela, mi madre los guardó en un rincón que no encontramos hasta que, en su ausencia, a sus hijos nos tocó dar con la camisa del abuelo, manchada de sangre, y un paquete de cigarrillos que tiene más de ochenta y siete años.

Ambos objetos son la prueba presente y material de una herida familiar que viajó de boca en boca hasta alcanzar una estatura casi mítica. Quizá por esa estatura es que la talla de la camisa resulta inverosímil y es que parece la prenda de un adolescente y no la de un hombre adulto que murió asesinado a los treinta y tres años.

Es fácil olvidar que las generaciones previas fueron más bajas. A juzgar por esa prenda mi abuelo midió veinte centímetros menos que yo. En casa conservo una fotografía de los abuelos, tomada el día de su boda. Para traer su memoria a esta página la miro y entonces recuerdo una anécdota que apenas encuentra asidero en mi cabeza: creo haber escuchado que el fotógrafo puso un banquito para que el novio no desmereciera ante una novia más alta.

Mi abuela quedó viuda tres años y medio después de que apareciera en aquel retrato. Ella tenía veinticuatro y estaba embarazada de mi mamá cuando perdió a su marido.

Del abuelo sé muy pocas cosas: que estudió derecho en Guadalajara, que era un hombre inquieto, simpático y bien parecido. Le han sobrevivido un par de cartas enviadas a mi abuela cuando aún la estaba pretendiendo. En una de ellas le habla con enojo de la segunda campaña presidencial de Álvaro Obregón, que en 1927 decidió reelegirse. Por los argumentos y el tono me atrevo a suponer que, de haber sobrevivido, probablemente habría incursionado en la política.

No conozco el nombre del asesino de mi abuelo porque en la oralidad de la familia el tipo solo mereció ser llamado por su seudónimo. Antes de que tuviera edad para que me contaran cuentos de héroes y villanos, escuché en voz de mi madre el relato del abuelo y el Charro Negro.

Dicen que la abuela suplicó a su marido que no lo recibiera cuando este sujeto le pidió una cita. Al parecer tenía fama de loco y pendenciero y el abuelo se equivocó al restarle importancia al pedido de su esposa.

A unos cuantos pasos de la catedral, en el centro de la ciudad de Colima, mi antepasado montó su despacho en una casa antigua que daba a la calle, en cuyo segundo piso instaló a su mujer y a su primogénito.

Según entiendo, el abuelo fue litigante en un pleito que ganó para alguno de sus clientes, mientras que al Charro Negro le tocó perder en ese pleito. En 1937 Colima era una población muy pequeña; ahí todo el mundo se conocía, que es una condición parienta a la de tenerse confianza.

En este caso coincidió además que el Charro Negro fuese el cuñado del hermano de mi abuelo, así que pudo haberlo considerado como un integrante de la familia extendida.

El crimen ocurrió en el centro de Colima, cerca de la Catedral y el Palacio de Gobierno. Especial

El Charro era de los pocos que entonces poseía un automóvil en aquella ciudad y con él se transportó a la visita. Cuentan que lo estacionó en la puerta del despacho sin apagar el motor; luego tocó a la puerta y el abuelo lo hizo pasar. Cuando el Charro lo tuvo a una distancia adecuada, disparó contra su corazón.

Salió después de aquella oficina dejando la puerta abierta. Según mi madre, la abuela escuchó el tronido y descendió a toda prisa desde el piso superior para encontrarse con el cuerpo tendido boca arriba de su marido, quien se desangraba ya sin consciencia.

También por voz de mi madre supe que sobre el vientre embarazado de la abuela corrió aquel líquido tibio mientras ella abrazaba a su marido por última vez y gritaba pidiendo auxilio.

El hijo mayor de mis abuelos tenía entonces dos años y mi madre ocho meses dentro de aquella panza. En efecto, la abuela dio a luz a su hija un mes después de que enviudara. Aquella bala del Charro no solo atravesó la camisa y el cuerpo del abogado, con su pólvora hirió definitivamente la vida de la abuela y de su descendencia. 

Yo la conocí treinta años después y soy testigo de que siguió siendo una mujer muy hermosa, no obstante, nunca volvió a tener pareja. Tardó más de veinte años en quitarse las ropas negras y cuando lo hizo su mirada mantuvo el luto, también su firma en cuyo trazo impecable decidió subrayar su calidad de viuda.

El Charro fue también pariente del hombre que por aquella fecha gobernaba Colima; tal fue la razón por la que su condena no duró más de dos años. Aunque no hablaba de ello, tal cosa lastimó tanto a la abuela quien, debido a este y otros motivos, decidió irse a vivir a la Ciudad de México. No fue que temiera por su vida o la de sus hijos sino porque le quitaba la respiración aquella tremenda injusticia, lo mismo que ser señalada como la joven viudita cada vez que recorría las calles calurosas que le vieron nacer.

No trajo a su nueva vida las cenizas de su marido; en vez de ello cargó con esa camisa que, en el pecho, del lado izquierdo, conserva un círculo oscuro del tamaño de una moneda contemporánea de diez pesos. Dentro del bolsillo derecho de esa misma prenda viajó también hasta el presente el paquete de cigarros.

Con el pasar de las décadas mi abuelo se convirtió, no tanto en la memoria del hombre que fue, sino en aquel que imaginariamente pudo haber sido; por ello sus virtudes crecieron hasta rozar las nubes.

La voz de mi abuela se encargó de colocarlo sobre un altar cargado de atributos a los que las mujeres y los hombres de la familia debíamos aspirar. Sus descendientes no solo fuimos los herederos del héroe abogado, sino de una militancia ética irrenunciable en contra de aquel villano que escapó a su castigo porque asesinó al abuelo en una época en que la justicia no era nada junto a la política: una llamada del gobernador al juez que debía sentenciar al Charro Negro bastó para dejarlo libre.

Cada vez que mi madre pronunció este relato concluyó con una breve nota alentadora: según ella, el asesino de su padre falleció de muerte natural, poco tiempo después de haber dejado la cárcel. No puedo asegurar que tal cosa haya sido cierta, pero, como el resto de la familia, elijo quedarme con este final. 

  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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